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Por Julio María Sanguinetti
Desde hace un tiempo asistimos en el país a una floración de iniciativas destinadas a la exaltación de la tribu charrúa. No hemos heredado de ese pueblo primitivo ni una palabra de su precario idioma, ni el nombre de un poblado o una región, ni aun un recuerdo benévolo de nuestros mayores, españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente les describieron como sus enemigos, en un choque que duró más de dos siglos y les enfrentó a la sociedad hispano-criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos.

El charruismo, como lo dice Oscar Padrón Favre, se basa en ocultamientos sustanciales, como el de la etnia guaraní misionera, esa sí fundamental en la construcción de nuestra sociedad, desde las murallas montevideanas, por ella levantadas, hasta la formación de nuestro ejército; desde la toponimia del país hasta su presencia en el quehacer de trabajo de esa gente que formó nuestro pueblo criollo.

Fueron innúmeros los episodios de ese largo enfrentamiento en la etapa colonial. Recuérdese el del Yi, en 1702, acaso el mayor, en que el ejército guaraní, al mando de los padres jesuitas, mató -según su versión- a 500 guerreros, destruyó una toldería y envió a “cristianar” a las mujeres y niñas. Más tarde, y luego de un período de asaltos y treguas, en 1749, ante la noticia de una conspiración, el Gobernador de Buenos Aires, José de Andonaegui, llegó a cabo una campaña que terminó con la mayoría de esa población, que básicamente instalaba sus tolderías en Entre Ríos desde la fundación de Santa Fe (1573) y la aparición del ganado. Los jesuitas intentaron repetidamente civilizar a quienes sobrevivieron, pero sin éxito. De modo que el tema del enfrentamiento con los charrúas es un “choque de civilizaciones” que no se puede reducir a una mera batalla final, en Salsipuedes, cuando quedaban en nuestro territorio unos pocos cientos de ellos.

Es verdad que en el período revolucionario hubo charrúas que se asociaron a la revolución artiguista, como también es verdad que en otras ocasiones, en que les convino, se juntaron con sus viejos aliados portugueses. Precisamente, para combatirlos fue que se había creado, en 1797, el cuerpo de Blandengues de la Frontera de Montevideo donde revistó nuestro prócer, Don José, nieto de Don Juan Martín Artigas, que había sido honrado con honores luego de un exitoso enfrentamiento con ellos. No olvidemos que cuando la dominación brasileña, Rivera le propuso a Lecor un plan de reducción de los charrúas, tratando de preservar sus vidas. Y que, ya instalado el gobierno provisorio de Lavalleja, el 24 de febrero de 1830, éste dio a Rivera la orden de atacarlos, para no dejar “a estos malvados a sus inclinaciones naturales y no conociendo freno alguno que los contenga”. Organizada la República, le tocó a Rivera librar en 1831 la tan discutida campaña, aprobada por la unanimidad del Parlamento, sin una voz en contra, dado el clamor del vecindario de la campaña.

Tan poco “genocida” fue el choque de Salsipuedes, que murieron, según se supone, unos 40 charrúas y 300 fueron hechos prisioneros y enviados a Montevideo. Y los que sobrevivieron organizados dieron muerte, poco después, a Bernabé Rivera, principalísima figura del ejército patrio y sobrino del Presidente. Sin olvidar que el ejército nacional llevaba en sus filas un grueso de soldados guaraníes, eternos rivales de los charrúas.

De modo que Salsipuedes fue, simplemente, un enfrentamiento entre tantos. Choque final, sí, para la toldería, modo de vida que estuvo condenado desde el primer día en que se afincó la civilización española en nuestras tierras.

Es doloroso por el país que se use la historia de modo abusivo, fundamentalmente para denostar al General Rivera, a quien el país le debe los mayores esfuerzos en la lucha por la independencia. Como ha escrito Lincoln Maiztegui, Salsipuedes le tocó a Rivera, como le hubiera correspondido a Lavalleja, a Oribe o a Garzón si hubieran estado en la Presidencia en ese momento.

Que miremos con respeto a ese pueblo charrúa es lo debido. Que lo glorifiquemos poco menos que como origen de nuestra sociedad, es algo peor que un clamoroso error histórico. Es una definición reaccionaria de un trasnochado nacionalismo romántico, que ubica al país en la mirada más primitiva de su pasado, atándolo a la violencia y al rencor por la sangre que derraman las civilizaciones en su proceso fundacional y no a los magníficos esfuerzos de tantos patriotas para consolidar la paz y abrir las rutas del progreso.