El Columnista /
Donald Trump: será igual que todos
Por Mario Kroeff Devincenzi
La fórmula para ganar una elección presidencial en las democracias occidentales es decirle a los electores todo lo bueno que quieren escuchar, la tradicional demagogia: el empleo de halagos, falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política.
Suele pasar que una vez obtenida la victoria del caso, los presidentes caen en su popularidad por no poder cumplir sus promesas, ya porque es imposible en los hechos o porque fueron absolutas mentiras para encantar y ganar. Hay matices, pero en el fondo siempre es lo mismo. Paradójicamente “los que cantan la justa” quedan por el camino, nadie vota al que da las malas noticias; el prudente y organizado administrador no encanta a nadie; la perspectiva de “sangre, sudor y lágrimas” es aterradora frente “sexo, drogas y rock and roll”, en ambos casos en sentido figurado, claro. La fiesta es preferible siempre al sacrificio.
Ilusiones de trabajo fácil, salud y vivienda baratas para todos y mejor “educación, educación y más educación” son arengas tradicionales para todos los aspirantes inescrupulosos para luego en el poder solo remitirse a los ajustes fiscales, tarifazos, conflictos sociales y sindicales, escasa inversión pública, déficit habitacional, inflación creciente y pobre crecimiento del producto bruto. Y esto, no sucede solo en Uruguay. En gran medida es una práctica occidental muy difundida. La misma ciudadanía que premia con su voto a los vendedores de ilusiones, luego los castiga cuando en el transcurso de la gestión -la de aquellos que “así como te digo una cosa, hago la otra”- muestran la hilacha, cuando se descubren por sus obras y acciones contrarias al discurso electoral. De manera que fácilmente se deduce popularmente que todos los políticos mienten, dicen una cosa antes y hacen otra después, aunque descartan completamente que ese comportamiento esté intrínsecamente ligado a una estrategia para ganar voluntades en acuerdo por contrapartida con la ciudadanía mayoritaria. Para ganar me abrazo hasta con las culebras pero para gobernar no hay remedio que sentar cabeza, ante la consiguiente frustración continuada del electorado.
Con esa premisa, si todos los presidenciales mienten, entonces, no habría problemas con el flamante presidente norteamericano Donald Trump. No hay peligro con tanta xenofobia, racismo, misoginia, proteccionismo, belicismo y tanta otra maldad atribuida al magnate devenido en presidente de la nación más poderosa del planeta. Todo habrá sido una estrategia de campaña para convencer al electorado blanco de las ciudades industriales en decadencia, de los desempleados crónicos, a los ciudadanos conservadores del interior profundo de los EE.UU, a los militantes de la nueva derecha alternativa. Nunca tanto como ahora se daría la paradoja que se espere de un presidente, en efecto, que no cumpla con lo prometido; porque no pueda, no quiera o no lo dejen. Ni muro con México, ni deportaciones masivas, ni alianza con Rusia, ni guerra con China, ni nada de lo que aparecía tan amenazante. De cumplirse la teoría será uno más de la lista de presidentes, quizás más excéntrico que otros e incluso muy impopular –como lo han sido tantos en la historia- pero nada extraordinariamente malo como lo pinta la mayoría del mundo. La mentira en este caso será un alivio.
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