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A veces los grandes problemas de una ciudad no se manifiestan en cifras, discursos o planes estratégicos, sino en aquello que pisamos todos los días. Puede parecer un asunto menor —casi doméstico—, pero para miles de salteños no lo es en absoluto. Hablamos de las veredas: ese espacio cotidiano que une hogares, barrios y servicios, y que, en Salto, se ha convertido en un símbolo silencioso del deterioro urbano.

Quien recorra la ciudad lo sabe. Las veredas están, en muchos puntos, en condiciones regulares, malas y, en algunos casos, francamente peligrosas. Baldosas levantadas, hormigón roto, raíces que emergen sin control, desniveles bruscos y tramos directamente intransitables. Para un niño, un adulto mayor o cualquier persona con movilidad reducida, esto no es solo una molestia: es un riesgo diario. Y para quienes tienen problemas de visión o equilibrio, la situación puede transformarse en un obstáculo insalvable. No exageramos si decimos que las veredas rotas incluyen, por omisión, un componente de exclusión.

Esta realidad no es nueva, pero sí es persistente. Se ha convertido en otra arista del abandono en el que cayó una ciudad que, por historia y potencial, merecería estar mucho mejor. El deterioro del espacio público no ocurre de un día para el otro: es el resultado de años sin una política urbana consistente, sin controles, sin planificación y sin un criterio claro sobre qué ciudad queremos habitar.

La buena noticia es que no estamos ante un problema sin solución. Existen ejemplos, incluso locales, que demuestran que se puede avanzar si hay voluntad política y un esquema sensato de financiamiento. Basta recordar aquella propuesta impulsada en años difíciles, cuando Salto y el país atravesaban una dura crisis económica y social. En aquel contexto, la Intendencia exploró un mecanismo innovador: ofrecer a los propietarios de inmuebles la posibilidad de que el gobierno departamental ejecutara la obra y permitiera financiarla en cuotas, incluyéndola dentro del cobro anual de la Contribución Inmobiliaria.

El modelo tenía lógica. Por un lado, facilitaba que los vecinos cumplieran con la obligación legal de mantener sus veredas, sin enfrentar costos inmediatos que muchas veces son inaccesibles. Por otro, aseguraba que las obras se realizaran de manera homogénea, con estándares técnicos y sin improvisación. Y además constituía una herramienta anticíclica, capaz de generar empleo en momentos de caída económica. ¿No es hora de revisar aquel camino con la madurez que exigen los tiempos actuales?

En otras ciudades del mundo, la recuperación del espacio peatonal ha sido parte esencial de procesos de revitalización urbana. No se trata solo de estética: veredas en buen estado promueven el comercio de cercanía, incentivan la movilidad saludable, aumentan la seguridad, mejoran la accesibilidad y elevan la calidad de vida. Una ciudad caminable es una ciudad más justa.

Salto necesita recuperar esa ambición. No alcanza con señalizar baches o colocar parches improvisados. Se requiere un plan integral, sostenido, articulado con los vecinos y con metas claras: reconstruir, nivelar, arborizar de manera responsable y, sobre todo, fiscalizar. De lo contrario, la inversión se diluye y el ciclo del deterioro vuelve a empezar.

Las veredas pueden parecer un detalle, pero son, en realidad, un termómetro del cuidado colectivo. Allí donde la ciudad está rota, se rompe también la confianza en la gestión pública. Y donde la ciudad se reconstruye, florece la noción de que el espacio común importa y merece ser defendido.

Tal vez sea hora de caminar distinto. Y para eso, primero necesitamos poder caminar.

 

 

 

 

 

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