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El padre Daniel Silva podría haber seguido una carrera deportiva. De adolescente, el fútbol ocupaba buena parte de su vida y su entorno lo imaginaba en las canchas, no en los altares. Sin embargo, la historia de este salteño dio un giro inesperado. Lo que comenzó como una vocación escondida, una inquietud que crecía en silencio, se transformó en una entrega total a la vida sacerdotal.

“Tuve una infancia y adolescencia hermosísima”, recuerda. “Vivía como cualquier joven, escuela, amigos, fútbol… hasta que, de a poco, esa semillita de la fe que había sembrado mi familia comenzó a crecer”. Criado en el Colegio Salesiano, Silva vivió de cerca la espiritualidad de Don Bosco, el contacto con los barrios humildes y la cercanía con los más necesitados. “Ahí me di cuenta de que la pobreza no es mala palabra. Hay gente que tiene poco, pero vive con una dignidad inmensa”, cuenta.

De los potreros a la parroquia

La suya no fue una conversión súbita. Fue un camino lento, de descubrimiento interior. Entre risas, recuerda cómo su madre, al enterarse de su decisión, le dijo: “Yo rezaba por vos, pero te me pasaste para el otro lado”. Lo dice con humor, pero con el convencimiento de que fue un proceso guiado por algo más grande. “Hubo mucha gente que no lo podía creer. En mi ordenación estaban todos los del universitario, y se preguntaban cómo Daniel Silva se había hecho cura. Pero para mí fue un regalo de Dios”.

Treinta años después de aquel día, el padre Silva sigue transmitiendo ese mismo entusiasmo. En Salto, donde ejerce desde hace cinco años, se lo ve caminar las calles, hablar con vecinos, bendecir comercios o simplemente dar un abrazo a quien lo necesita. “Esa es la iglesia en salida de la que habla el Papa Francisco. No una iglesia encerrada, sino una que sale a encontrarse con la gente, aunque se ensucie los zapatos en el camino”.

Fe, esperanza y comunidad

Su trabajo pastoral lo ha llevado a comunidades rurales como San Mauricio, donde los niños van a escuelas pequeñas y las familias mantienen una profunda unión. “Ahí uno encuentra la fe más pura. No hay grandes números, pero hay una comunidad viva, con amor y solidaridad. Esas son las cosas que dan sentido”.

Para Silva, la fe no es solo cuestión de dogma. Es también una forma de vida, una herramienta para reencontrarse con el sentido en un mundo que, según él, parece haberlo perdido. “Hoy muchos jóvenes y adultos están vacíos. Buscan sentido en el consumo, en la tarjeta, en la pantalla. Pero la felicidad no se compra; se cultiva. Se cultiva en familia, en la pareja, en la comunidad”.

La conversación se volvió más íntima cuando se recordaron momentos personales difíciles. El entrevistador confiesa que, tras la muerte de su padre, sintió la necesidad de rezar, de pedir ayuda. Silva asiente con serenidad, “Todos tenemos grabado en el corazón ese deseo de Dios. A veces se despierta en el dolor, pero está ahí. Lo importante es reconocerlo”.

Los valores que no cambian

Silva insiste en que su misión no es imponer una creencia, sino acompañar. “Yo les pregunto a los chiquilines, ¿querés ser una buena persona? Y todos dicen que sí. Nadie nace queriendo ser malo. Pero hoy es más difícil escuchar, acompañar. La vida va rápido, los padres trabajan, las redes distraen. Por eso tenemos que volver a lo esencial, necesitamos seres humanos”.

Critica, sin amargura, el egoísmo que se ha naturalizado. “Hoy parece que el éxito se mide por la plata, pero cuando solo pensás en hacer dinero, empezás a fracasar. La familia es el primer lugar de sentido. Después vienen otras instituciones la escuela, el club, la parroquia, que también ayudan a mantener unidas a las personas. Sin esos espacios, nos deshumanizamos”.

Raíces, familia y memoria

Las raíces salteñas, las casas de sus abuelos y los saludos de barrio. Para Silva, esos recuerdos son esenciales. “Las raíces familiares son nuestra memoria. Hoy visito siete u ocho hogares de ancianos en Salto, y me duele ver cómo muchos son olvidados. Los abuelos son un tesoro. Hay que escucharlos, visitarlos, no cortar esa cadena afectiva”.

También aborda la crisis de la familia moderna, “Hay matrimonios que parecen sólidos y, de un día para otro, se rompen. Falta diálogo, falta tiempo. Pero también hay parejas jóvenes que apuestan por el amor y por la fe. Yo siempre les digo, ustedes pueden salvar el mundo. Cada pareja que se ama y se respeta salva un pedacito del mundo”.

Una iglesia que sale al camino

Silva no espera a la gente en los templos, sale a su encuentro. “El otro día una chica me pidió que bendijera su local. Otra, que bautizara a su hijo. O un hombre que perdió a su esposa y solo necesitaba un abrazo. Esos gestos son los que valen. Es ahí donde uno siente que la fe sigue viva”.

Recuerda también las palabras del Papa Francisco, “Prefiero una iglesia que se accidenta por salir, antes que una que enferma por encerrarse”. El sacerdote lo resume con claridad, “No estamos en tiempos de multitudes. Estamos en tiempos de personalizar. Hoy el mundo se salva de uno en uno, con cada Dylan o Valentina que hace su primera comunión, con cada familia que lucha unida, con cada joven que busca sentido”.

El espíritu intacto

 “Visito a una mujer de 88 años cuenta Silva que me recibe con un andador y me dice, ‘Padre, el espíritu está intacto’. Y yo pienso que eso es lo que tenemos que cuidar, mantener el espíritu intacto, a pesar del cansancio, de los golpes de la vida, de las tormentas”.  “Estos espacios también son parte de la misión. La prensa tiene que contar buenas historias, las que nos devuelven la fe en la gente”.

En tiempos de ruido y prisa, Daniel Silva propone una fe que se vive caminando, abrazando, escuchando. Una fe que no se impone, sino que se comparte. Una fe que, como él dice, “sale al encuentro del otro, porque solo así se mantiene viva”.

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