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La reciente derrota electoral del presidente Javier Milei en las elecciones legislativas de la provincia de Buenos Aires, constituye un duro revés que golpea tanto a la viabilidad de su proyecto como a la credibilidad que su país transmite hacia los mercados internacionales. El resultado, en el territorio que concentra el mayor peso electoral y económico de la Argentina, refleja una clara pérdida de respaldo popular, pero sobre todo deja a la vista la fragilidad de un gobierno que pretendía imponer reformas profundas en soledad y sin estructuras partidarias sólidas.

El cimbronazo político se trasladó de inmediato al frente económico. Apenas conocidas las cifras de la elección, se disparó el precio del dólar paralelo y las acciones de empresas argentinas se derrumbaron en Wall Street. El riesgo país volvió a crecer, señal de que los inversores internacionales interpretan que el rumbo económico, ya de por sí inestable, se vuelve aún más incierto bajo un gobierno debilitado. La caída de los bonos, expresa la desconfianza en la capacidad de pago, la contracara de un país que necesita financiamiento externo para sostener su economía.

Milei llegó al poder prometiendo ajustes drásticos y reformas liberales profundas. Sin embargo, sin mayoría parlamentaria y con una sociedad exhausta de crisis recurrentes, las dificultades para gobernar se multiplican. Ahora, con la derrota bonaerense, su margen de maniobra se estrecha aún más. 

Para la región, y en particular para Uruguay, esta coyuntura no es ajena. Cada crisis argentina suele tener efectos de arrastre que se sienten de este lado del río. Un peso argentino en caída libre vuelve a abaratar la frontera, incentivando el consumo masivo de uruguayos en las ciudades vecinas y golpeando a nuestro comercio y a la recaudación. Lo que en apariencia es una oportunidad para quienes buscan estirar sus ingresos, termina siendo un problema estructural para nuestra economía, que debe enfrentar la competencia desleal de precios artificialmente deprimidos por la crisis argentina.

Pero el asunto trasciende lo estrictamente comercial. La inestabilidad argentina genera un clima de incertidumbre regional que afecta la atracción de inversiones. Los capitales internacionales suelen mirar al Mercosur como un bloque, y la fragilidad política y económica de uno de sus miembros más grandes no contribuye a generar confianza. Si Argentina se hunde en otra espiral de devaluación, inflación y aislamiento financiero, el riesgo es que también arrastre la percepción sobre sus vecinos.

Uruguay, que ha sabido construir una imagen de estabilidad, debe redoblar esfuerzos para diferenciarse y evitar quedar asociado a la volatilidad argentina. En ese sentido, la transparencia de nuestras reglas de juego y la solidez institucional son activos que conviene preservar con celo. No obstante, no podemos desconocer que la magnitud de la economía argentina y la intensidad de los vínculos comerciales hacen imposible blindarnos por completo.

Por lo tanto, lo ocurrido en Buenos Aires no debe analizarse únicamente en clave electoral. Se trata de un hito que compromete la gobernabilidad de Argentina y reaviva la desconfianza de quienes deben financiarla. Para Uruguay, la lección es clara: la crisis del vecino siempre golpea nuestra puerta. La prudencia y la planificación deben ser la respuesta para mitigar un impacto que, una vez más, parece inevitable.

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