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Mientras el equipo económico del gobierno da por descartada la posibilidad de crear nuevos impuestos, el presidente Yamandú Orsi vuelve a abrir una puerta que la sensatez técnica intenta mantener firmemente cerrada. Frente a la propuesta del PIT-CNT de aplicar un impuesto del 1% a “los más ricos del Uruguay”, el mandatario declaró estar “abierto a discutir” la iniciativa. Y en esa frase —aparentemente moderada, incluso dialoguista— se esconde una peligrosa señal política: la tentación permanente de convertir la ideología en política fiscal y el voluntarismo en programa de gobierno.

La central sindical lanzó un planteo que, más que una propuesta seria, parece un eslogan de barricada: gravar a los “ricos” para financiar necesidades sociales. Nadie discute la importancia de mejorar la redistribución ni de fortalecer políticas públicas; lo que se discute —y con razón— es si este impuesto tiene la más mínima racionalidad económica. El equipo económico lo desperfiló de inmediato: no genera recaudación relevante, desalienta la inversión y contradice el compromiso oficial de no crear nuevos tributos. Pero cuando el presidente dice que está dispuesto a “discutirlo”, el mensaje queda claro: lo que la técnica rechaza, la política lo revive.

¿De qué sirve un Ministerio de Economía si cada principio que sostiene puede ser relativizado al calor de una consigna sindical? ¿Cuál es la credibilidad fiscal del país si el propio presidente sugiere que no hay definiciones cerradas, aun cuando su equipo económico afirma lo contrario? En Uruguay, la estabilidad tributaria es casi tan importante como la estabilidad institucional. Cada gesto cuenta, y este gesto, aunque envuelto en cortesía, es un vuelco hacia el viejo reflejo de creer que los impuestos “a los ricos” son una especie de varita mágica que soluciona todos los males.

El problema es que la magia no existe. Un impuesto del 1% a grandes patrimonios recaudaría poco, generaría distorsiones, estimularía la elusión legal y mandaría una señal desastrosa a quienes invierten, generan empleo y sostienen la actividad. Que el PIT-CNT lo desconozca es esperable: su lógica es reivindicativa, no productiva. Que el presidente sugiera abrir ese debate es, en cambio, profundamente preocupante.

Es preocupante porque muestra una fragilidad conceptual en el corazón del gobierno: o no hay convicción en la línea económica, o hay temor a confrontar con la central sindical, o hay una necesidad política de mantener contento a un aliado ideológico aunque el costo sea la coherencia fiscal. Ninguna de las tres opciones es tranquilizadora.

Es preocupante porque Uruguay compite por inversión en un mundo cada vez más exigente. Lo último que necesita es dar señales de imprevisibilidad. Abrir debates tributarios sin sustento técnico solo por simpatía ideológica es un lujo que el país no puede permitirse.

Y es preocupante, finalmente, porque reinstala la idea de que siempre se puede pedir “un impuesto más”, como si el problema del país fuera la falta de tributos y no la falta de eficiencia, productividad y sentido estratégico.

Orsi no necesitaba abrir esta puerta. Pero lo hizo. Ahora el debate vuelve a instalarse, alimentando fantasmas que Uruguay ya creyó superados. Ojalá el gobierno recuerde que la responsabilidad fiscal no se negocia y que la economía no puede administrarse a fuerza de consignas. Porque entre las consignas y la realidad, siempre termina imponiéndose la realidad.

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