Europa mira al Mercosur desde un pedestal cuyo piso se hunde
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Por José Pedro Cardozo
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La relación entre la Unión Europea y el Mercosur se ha convertido, con el paso de los años, en un ejercicio de paciencia unilateral. De un lado, países sudamericanos que han cumplido compromisos, abierto mercados, aceptado exigencias ambientales, sanitarias y regulatorias cada vez más sofisticadas. Del otro, una Europa dubitativa, ensimismada, que posterga, condiciona y revisa una y otra vez un acuerdo que ella misma impulsó. Lo que en otro tiempo pudo explicarse por cautelas políticas hoy resulta, lisa y llanamente, inaceptable.
La Unión Europea continúa tratando al Mercosur con una mezcla de condescendencia y desconfianza, como si aún hablara desde una posición de fortaleza incuestionable. Sin embargo, la realidad europea dista mucho de ese realidad. El viejo continente atraviesa serios problemas económicos estructurales que ya no pueden ocultarse bajo el paraguas de la retórica verde, los estándares morales o la defensa corporativa de sectores internos cada vez menos competitivos.
El euro se mantiene artificialmente sobrevalorado, encareciendo costos, debilitando exportaciones y afectando el crecimiento real. A ello se suma una penetración avasallante de China, que ha golpeado con fuerza a la industria europea, en especial a la automotriz, símbolo histórico de su potencia industrial. Marcas tradicionales enfrentan cierres, reconversiones forzadas o pérdidas de competitividad frente a un gigante asiático que avanza sin complejos, mientras Europa parece paralizada entre regulaciones internas y debates ideológicos interminables.
Ese modelo de vida europeo, durante décadas presentado como ideal y envidiable, hoy muestra signos evidentes de agotamiento. El elevado gasto en asistencia social, sumado al aumento sostenido del costo de vida, genera tensiones fiscales y sociales difíciles de disimular. Mantener niveles de bienestar sin respaldo en una economía dinámica y competitiva es una ecuación que ya no cierra. Y cuando no cierra, alguien termina pagando la cuenta.
Alemania es el caso más elocuente. La que fuera la locomotora económica del continente da señales claras de desaceleración y pérdida de liderazgo. Su industria sufre, su energía es más cara, su crecimiento es anémico y su influencia ya no arrastra con la misma fuerza al resto de Europa. Cuando Alemania duda, Europa tiembla. Y hoy Alemania no solo duda: busca desesperadamente nuevos equilibrios.
En este contexto, resulta incomprensible —y hasta irresponsable— que la Unión Europea continúe dilatando su relación estratégica con el Mercosur. América del Sur ofrece lo que Europa necesita: alimentos, energía, estabilidad institucional relativa y mercados dispuestos a integrarse. No se trata de caridad ni de concesiones graciosas; se trata de una asociación mutuamente beneficiosa que Europa insiste en bloquear por presiones internas, miedos electorales y una visión anacrónica del comercio internacional.
El Mercosur no puede seguir siendo tratado como un socio de segunda categoría, sometido a condiciones cambiantes y exigencias asimétricas. Europa debe decidir si quiere socios o súbditos, cooperación o tutela. Porque mientras Bruselas debate, el mundo avanza. Y otros actores, menos escrupulosos pero más decididos, ya están ocupando los espacios que la Unión Europea deja vacantes.
Persistir en esta actitud no solo erosiona la credibilidad europea, sino que empuja al Mercosur a mirar hacia otros horizontes. Tal vez entonces, cuando sea tarde, Europa descubra que el pedestal desde el cual miraba al sur ya no existe, y que el piso que se hundía era, en realidad, el propio.
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