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Durante décadas, el Frente Amplio construyó su identidad sobre una narrativa de pureza ética, de compromiso inquebrantable con la transparencia y la justicia social. Fue su mayor capital político, el fundamento sobre el cual logró cautivar a una amplia base ciudadana que veía en la izquierda una alternativa moralmente superior a los viejos partidos tradicionales. Sin embargo, los hechos —una y otra vez— se han encargado de minar ese pedestal. El reciente caso de Cecilia Cairo, exministra de Vivienda y dirigente del MPP, no es más que el último capítulo de una extensa serie de episodios que evidencian que la izquierda uruguaya no es inmune a las tentaciones del poder, aunque durante años haya insistido en lo contrario.

La irregularidad por la que cayó Cairo —la omisión de declarar edificaciones en su propiedad, evadiendo los correspondientes tributos durante décadas— puede parecer, una desprolijidad administrativa más que una corrupción flagrante. Pero no es la gravedad jurídica del hecho lo que más golpea, sino la contradicción ética que encarna: quien predica que no puede permitirse ni un resquicio de incoherencia. Y cuando se tiene una trayectoria construida sobre la crítica moral a los “otros”, ese margen de error se reduce prácticamente a cero.

La historia reciente del Frente Amplio está plagada de estos “errores”. Desde los ya lejanos casos de Mario Areán y Leonardo Nicolini, hasta los más resonantes como el de Raúl Sendic, pasando por los episodios de Alfredo Silva, Daniel Placeres o Fernando Calloia, se configura un patrón difícil de ignorar. El denominador común ha sido la reacción tardía, la minimización de los hechos, el cierre de filas en torno al compañero caído y, en muchos casos, la ausencia total de sanciones políticas. La autocrítica —cuando existe— llega forzada por la presión pública, nunca como una práctica interna sostenida y genuina.

El problema no es que haya políticos de izquierda que cometan irregularidades. El problema es que durante años se sostuvo —desde el relato y desde los gestos— que eso no podía pasar, que el FA era diferente. Esa mitología de la “izquierda impoluta” ha chocado una y otra vez con la realidad. Y cada nuevo caso no solo erosiona la confianza de la ciudadanía, sino que también debilita la legitimidad de una fuerza política que se jactó de representar lo mejor de la democracia uruguaya.

Hoy, con un Frente Amplio nuevamente en el poder, el episodio Cairo ocurre apenas iniciado el ciclo de gobierno. La gestión de la crisis por parte del presidente Orsi ha sido ambigua y calculada, marcada por la prudencia política antes que por el impulso ético. A la espera de decisiones sectoriales, entre silencios estratégicos y respaldos selectivos, el gobierno parece más preocupado por controlar el daño que por enfrentar el fondo del asunto: ¿cómo se restituye la confianza cuando los discursos ya no alcanzan?

El Frente Amplio, si quiere recuperar esa autoridad moral que tanto lo distinguió, debe comenzar por aceptar que el poder corrompe incluso a quienes se creen inmunes. La humildad, la transparencia real y la rendición de cuentas ya no pueden ser solo banderas de campaña: deben ser prácticas cotidianas. Porque si algo ha quedado claro es que el relato épico no alcanza para tapar las grietas que deja la política real. Y que la vara ética que se usó para juzgar a otros, también debe aplicarse con rigor hacia adentro.

 

 


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