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La atención —esa facultad de concentrarse, de enfocar la mente en una sola cosa y sostenerla en el tiempo— se ha convertido en un bien escaso. En apenas una generación, pasamos de una sociedad que valoraba la reflexión, el silencio y el esfuerzo intelectual, a otra dominada por la distracción permanente. Las pantallas, los dispositivos móviles y las redes sociales han transformado radicalmente nuestra manera de pensar, aprender y relacionarnos, instalando un modelo de consumo basado en la dispersión.

La atención, explican los especialistas, tiene dos componentes: uno voluntario o descendente, que nos permite concentrarnos en tareas que exigen esfuerzo y voluntad —como estudiar, leer o resolver un problema—, y otro involuntario o ascendente, que responde a estímulos externos repentinos, como el sonido de una notificación o la vibración del teléfono. En un equilibrio natural, ambos sistemas se complementan. Pero en la era digital, el equilibrio se rompió: la atención involuntaria fue secuestrada por un sistema de estímulos diseñado para mantenernos enganchados.

Las empresas tecnológicas descubrieron que la atención humana es un recurso rentable. Cada notificación, alerta o video breve dispara una pequeña descarga de dopamina, el neurotransmisor del placer. Esa sensación de gratificación instantánea se convierte en un ciclo adictivo que nos empuja a buscar constantemente nuevos estímulos. De esta manera, el tiempo se fragmenta, la concentración se erosiona y la profundidad se pierde.

Las consecuencias están a la vista. En los niños y adolescentes, la exposición excesiva a pantallas está asociada con problemas de aprendizaje, déficit de atención, ansiedad, depresión y aislamiento social. En los adultos, se traduce en la incapacidad de sostener la concentración, de leer con calma, de participar en una conversación sin interrumpirla para mirar el celular. Es el triunfo de la distracción sobre la reflexión, del impulso sobre el pensamiento.

Los datos son elocuentes: un adolescente pasa en promedio entre ocho y diez horas diarias frente a una pantalla. Esa rutina altera el sueño, reduce la actividad física, limita la interacción cara a cara y promueve una vida más sedentaria y solitaria. Se trata, en definitiva, de una crisis silenciosa, que avanza sin titulares, pero con efectos profundos en la formación, la convivencia y la salud mental.

No se trata de demonizar la tecnología, sino de reconocer el daño que causa su uso desmedido y sin control. La atención puede educarse y fortalecerse, del mismo modo que un músculo se ejercita. Pero requiere límites, hábitos saludables, tiempos de desconexión y una conciencia activa de lo que está en juego.

Padres, docentes y adultos en general tienen aquí una responsabilidad ineludible. No se puede enseñar concentración cuando el ejemplo cotidiano es la dispersión. Tampoco se puede exigir silencio cuando el ruido digital domina todos los espacios.

Recuperar la atención es, en definitiva, recuperar nuestra libertad interior. En una época en la que todo parece diseñado para distraernos, enfocarse se vuelve un acto de resistencia. Y acaso sea ese el primer paso para volver a pensar con profundidad, a sentir con presencia y a vivir con plenitud.

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