Leer: herencia que no debemos perder
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

En un mundo que avanza a la velocidad del rayo, donde los dispositivos inteligentes parecen pensar por nosotros y la información brota sin cesar desde pantallas de todos los tamaños, hay una herramienta fundamental que se está perdiendo en el ruido: la lectura por placer. No se trata solo de una actividad recreativa, sino de una verdadera brújula para la vida.
Los niños que no leen por gusto no solo se pierden la belleza de los relatos, los mundos imaginarios o las enseñanzas que ofrece la literatura. También se enfrentan a un futuro más difícil. Leer desarrolla la comprensión, la empatía, el pensamiento crítico, la imaginación. Sin ese ejercicio mental cotidiano, hasta interpretar instrucciones básicas de un artefacto tecnológico puede volverse una tarea frustrante.
En esta era hiperconectada, irónicamente, la desconexión del lenguaje puede significar la exclusión.
No pretendo pintar un futuro apocalíptico para mis nietos. No quiero asustarlos con visiones de una humanidad que ha desconectado sus neuronas y ha entregado sus decisiones a algoritmos. Pero sí quiero contarles una historia real. La mía. Porque fui parte de una generación que, sin celulares ni Wi-Fi, descubrió el mundo a través de los libros.
En mi infancia, leer era una aventura cotidiana. Recuerdo con cariño la colección del "Tesoro de la Juventud", donde convivían la ciencia, la literatura, los cuentos clásicos y las enseñanzas prácticas. Sumaba a esas lecturas entrañables volúmenes clásicos, como “Platero y Yo” y las inolvidables revistas de historietas, que no solo divertían: educaban. Los personajes eran nobles, solidarios, generosos. Nunca hacían el mal porque sí. Si lo hacían, fracasaban. Había en cada página una enseñanza sutil, un modelo de comportamiento, una brújula moral.
Además, muchas de esas revistas incluían propuestas para poner en práctica la creatividad: construir cometas, armar aviones de papel, resolver enigmas. Todo era juego, sí, pero también aprendizaje. Era una infancia de papel y tinta, donde la imaginación hacía de motor y la lectura de combustible.
Hoy, la realidad es otra. Muchos de los contenidos destinados a los más pequeños parecen haber invertido los valores. Se promueven personajes vacíos, cuando no agresivos o maliciosos, donde lo grotesco parece más celebrado que lo noble. Las historias que antes enseñaban ahora muchas veces confunden. Y lo que es peor: se deforman relatos clásicos para convertirlos en caricaturas vulgares de lo que alguna vez fue literatura infantil.
Claro que no todo está perdido. Aún hay libros valiosos, historietas cuidadas, y hasta recursos digitales que pueden ser aliados si se usan con criterio. Pero es tarea de los adultos —padres, docentes, abuelos— ser guías en ese camino. Porque si los niños no leen por placer, por curiosidad, por amor a las palabras, no solo perderán una habilidad útil. Perderán una fuente profunda de felicidad y libertad.
Leer no es solo decodificar letras. Es comprender el mundo. Es aprender a pensar, a sentir, a ponerse en el lugar del otro. Es, en definitiva, una forma de vivir. Por eso, si podemos dejarles este legado: el amor por la lectura. Porque allí, entre las páginas de un buen libro y porque no un diario, puede estar la mejor herencia que podamos ofrecerles.
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