Populismo tributario
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

La propuesta de imponer un impuesto especial a los “ricos” en Uruguay con el fin de combatir la pobreza infantil vuelve a poner sobre la mesa un viejo debate ideológico, más basado en consignas que en realismo económico. Impulsada por sectores de la izquierda y el Pit-Cnt, esta idea parece tan bien intencionada como profundamente equivocada en su diseño, en su diagnóstico y en sus consecuencias.
Nadie discute la urgencia y la legitimidad de atender la situación de la infancia más vulnerable. Uruguay arrastra niveles inaceptables de pobreza infantil, especialmente en hogares monoparentales, de bajos ingresos o en zonas periféricas. Pero pretender resolver esa tragedia estructural a partir de una imposición excepcional sobre el patrimonio o la renta de los sectores más prósperos de la sociedad es, como mínimo, simplista. En el peor de los casos, es contraproducente.
Comencemos por lo esencial: Uruguay ya tiene una presión fiscal muy elevada. Así lo han reconocido sucesivamente ministros de economía de distinto signo político: Danilo Astori, Azucena Arbeleche y Mario Bergara, entre otros. En un país donde el Estado se lleva más del 30% del Producto Interno Bruto en forma de impuestos, tasas y contribuciones, hablar de nuevos tributos es desconocer el límite fiscal que asfixia a empresas, trabajadores y emprendedores.
La comparación que suelen hacer los defensores del nuevo impuesto, apelando a los países escandinavos o a economías como Alemania y Francia —que tienen un alto gasto público— es deliberadamente engañosa. Esos países no se volvieron ricos porque tuvieran Estados grandes. Tienen Estados grandes porque se volvieron ricos. La causalidad va en sentido inverso. Aumentar el gasto sin tener una base económica sólida no genera desarrollo: lo paraliza.
Uruguay necesita crecer. Y para crecer no requiere más impuestos, sino más competitividad, más apertura, mejor regulación y un Estado más eficiente. En lugar de castigar la acumulación de capital y la inversión privada, deberíamos estar estimulándolas. Porque lo que genera empleo genuino y reduce la pobreza de forma sostenible es la actividad económica, no el reparto de miseria.
El argumento de que este impuesto serviría para destinar recursos a la primera infancia también es falaz. El Estado uruguayo ya gasta más de 22.000 millones de dólares anuales, cifra suficiente para atender con creces las necesidades de los niños más pobres si se administrara con eficiencia, si se eliminaran gastos superfluos, privilegios corporativos, y si se desburocratizara una estructura estatal costosa, ineficiente y muchas veces capturada por intereses políticos.
Por otra parte, el diseño técnico del impuesto propuesto desconoce la realidad patrimonial de las personas. Los “ricos” no tienen sus activos en cajas fuertes llenas de efectivo. Su riqueza está en propiedades, maquinaria, acciones, inversiones productivas. Para afrontar un impuesto de estas características, muchos deberían liquidar parte de esos activos, lo que afectaría directamente a empresas, trabajadores y cadenas productivas. La consecuencia más inmediata sería la desinversión, la fuga de capitales y el aumento del desempleo, que paradójicamente afectaría primero a los más pobres.
Además, no debemos caer en la trampa moral de pensar que reducir la desigualdad per se es el objetivo. La verdadera meta debe ser aumentar la movilidad social, garantizar que todos tengan oportunidades reales de progresar. Y para eso, el Estado debe priorizar el gasto, no aumentarlo sin sentido. Debe mejorar la educación pública, garantizar la nutrición en los primeros años de vida, facilitar el acceso al trabajo, promover el desarrollo territorial. Pero todo esto se puede —y se debe— hacer dentro del presupuesto existente, con una mejor gestión y sin recurrir a soluciones fáciles.
Finalmente, hay un componente político que no puede ignorarse. El presidente de la República prometió en campaña no crear nuevos impuestos. Cumplir con esa palabra no es solo una cuestión de coherencia personal, sino de respeto a la voluntad popular. Romper ese compromiso ahora sería un acto de deslealtad institucional y alimentaría un clima de desconfianza que afecta negativamente a la inversión y la estabilidad.
No se trata de proteger a los más poderosos ni de negar la urgencia social. Se trata de entender que el camino al desarrollo no pasa por más tributos, sino por más libertad económica, más eficiencia estatal y más compromiso real con los que menos tienen. No es con slogans ni con castigos que se construye un país más justo, sino con inteligencia, coherencia y sentido de futuro.
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