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Un escribano con larga trayectoria nos contó una historia que debería avergonzarnos como sociedad. Un comercio familiar —una SRL heredada de generación en generación— tuvo que tramitar el traspaso de participaciones. Documentos, publicaciones y certificados: exigencias razonables en teoría. El problema surgió cuando los papeles históricos, muchos con más de seis décadas, ya no estaban ni en manos de los fundadores. El BPS —ese organismo que administra la historia laboral de los uruguayos— respondió algo impensable: “no es nuestra responsabilidad guardar documentaciones; lo es del contribuyente”. Resultado: el empresario, que ya dedica tiempo y recursos a producir, pagar impuestos y gestionar su negocio, debe además asumir la carga de conservar un archivo para que un funcionario público tenga algo que controlar.

Ese episodio sintetiza dos problemas estructurales: un Estado sobredimensionado en tareas administrativas redundantes y una cultura burocrática que confunde control con hostigamiento. No se trata de discutir si el funcionariado merece sueldos dignos —claro que sí— sino de preguntarnos por la eficiencia y por el sentido común en la relación entre lo público y lo privado.

¿Tiene sentido que existan múltiples oficinas reclamando la misma información? ¿Que cada trámite requiera copias, certificaciones y papeles que los propios organismos deberían custodiar? En la era digital, mantener archivos físicos como salvaguarda principal es una anacronía costosa. Un Estado moderno, más pequeño pero mejor organizado, centralizaría registros esenciales, automatizaría procesos y permitiría que el ciudadano aporte lo estrictamente necesario. Un sistema donde el BPS, los registros comerciales y la administración tributaria compartan información formalmente y con garantías de privacidad ahorraría tiempo y dinero a empresas y a la propia administración pública.

La seguridad y la fiscalización no pueden convertirse en un castigo cotidiano para el ciudadano honesto. Mientras a un trabajador se le exige justificar la compra de un automóvil al contado, flujos de dinero ilícito se cuelan entre procedimientos redundantes y controles mal diseñados. Eso no es un llamado a la desregulación; es un llamado a orientar los recursos del Estado hacia donde verdaderamente importan: investigación focalizada, inteligencia financiera de calidad, interoperabilidad entre organismos y capacitación para detectar riesgos reales, no hiperasfixiar a quien cumple.

Reducir el tamaño del Estado no es empobrecerlo: es hacerlo más eficaz. Significa eliminar duplicidades, promover la interoperabilidad de bases de datos con seguridad jurídica, invertir en plataformas digitales robustas, y reasignar recursos humanos a tareas de mayor valor público: fiscalización estratégica, políticas sociales verdaderamente focalizadas y prevención del delito a través de inteligencia y coordinación. También exige liderazgo político: ese que esté dispuesto a simplificar trámites, bajar costos administrativos y explicar que modernizar la gestión pública no es recortar lo esencial, sino fortalecer lo útil. Los gobernantes deben dar el ejemplo: estructuras más ágiles, servicios más rápidos, menos papeles y más resultados.

Al final, la pregunta es sencilla: ¿queremos un Estado que pese y obstaculice, o uno que sirva y legitime? Urge optar por la segunda vía. Un Estado menos numeroso pero mejor equipado, más digital, más inteligente y más respetuoso de la actividad privada protegerá a los ciudadanos honestos y concentrará sus esfuerzos en quienes realmente ponen en riesgo al conjunto. Eso sí sería invertir en la República.

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