Venezuela entre la conciencia y el pragmatismo
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Por Jose Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
Todos queremos una Venezuela libre y democrática. Algo obvio, pero encierra una pregunta incómoda que muchos prefieren esquivar: ¿cómo se llega a esa libertad cuando un régimen concentra la fuerza, la riqueza, la información y además cuenta con padrinos externos dispuestos a sostenerlo?¿Aceptamos que sea Estados Unidos —y en particular Donald Trump— quien acelere el final del drama venezolano?
No hay respuestas simples. Desde la comodidad de sociedades democráticas, podemos permitirnos dudas, matices ideológicos y reparos históricos. María Corina Machado no. Ella juega con el tiempo, con vidas concretas, con un país devastado. En ese contexto, la pureza no siempre es una opción. A veces, como dice el texto, no se eligen los amigos: se aceptan las oportunidades.
El ideal sería que los venezolanos se liberaran por sí mismos. Y no se puede decir que no lo hayan intentado. Han marchado, votado, resistido y pagado un precio altísimo. Su “fracaso” es solo parcial: hoy nadie serio puede sostener que Maduro es legítimo. La historia enseña que regímenes así caen por colapso interno o por presión externa. En Venezuela, ambas fuerzas parecen confluir.
Ahí aparece Trump como un actor improbable pero decisivo. No es un demócrata ejemplar, no lo mueve la defensa de valores universales ni el respeto al derecho internacional. Le interesan el petróleo, la geopolítica y, sobre todo, contener a China. Venezuela es una pieza en ese tablero. Derrocar a Maduro sería un golpe estratégico a Beijing y, de rebote, a Moscú. Que ese cálculo coincida —aunque sea por accidente— con el anhelo de libertad de millones de venezolanos es una paradoja incómoda, pero real.
La pregunta moral es legítima: ¿vale todo con tal de salir de una dictadura? Probablemente no. Pero también es legítimo preguntarse cuántas décadas más puede esperar un pueblo antes de aceptar ayudas imperfectas. La historia está llena de episodios donde intereses mezquinos produjeron, como efecto colateral, avances políticos. No es noble, pero ocurre.
Hay, sin embargo, un contraste doloroso: la ventana que hoy parece abrirse para Venezuela se cerró para Ucrania. Trump parece dispuesto a sacrificar Kiev en un trueque geopolítico mayor. Lo que debería inquietarnos. No solo por solidaridad, sino por un mundo donde los principios pesan menos que los círculos de influencia. Un mundo más crudo, más cínico.
En América Latina, además, hay responsabilidades propias que no pueden eludirse. La crisis venezolana no se produjo sola. Fue tolerada, relativizada y hasta justificada por buena parte de la dirigencia regional que se llenó la boca con la “Patria Grande” mientras miraba para otro lado. Esa complicidad explica por qué hoy no hay marchas gritando “yanquis fuera”: porque Maduro es indefendible.
Indignarse contra Estados Unidos, no resuelve nada. Reflexionar, en cambio, obliga a mirarnos al espejo. Venezuela no es solo una tragedia ajena: es el fracaso colectivo de una región incapaz de poner límites claros al autoritarismo cuando se disfraza de causa popular. Si la salida llega de la mano de un actor incómodo, será también una lección amarga. Pero quizá necesaria. Porque, al final, la pregunta no es quién libera a Venezuela, sino por qué dejamos que llegara a este punto.
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