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En el corazón de cada ciudad laten sus calles y veredas. Son mucho más que infraestructura: son el escenario de la vida cotidiana, el espacio donde transitan sueños, esfuerzos y esperanzas. Por eso, cuando ese escenario está roto, descuidado y abandonado, duele. Y no es un dolor menor, porque habla de una herida más profunda: la de la indiferencia, la omisión y el olvido de parte de quienes debieron gestionar con responsabilidad.

El estado actual de las calles y veredas de nuestra ciudad es, lamentablemente, el resultado de una década de dejadez. No se trata simplemente de pozos, baldosas sueltas o asfaltos deshechos. Se trata de un símbolo: el de una gestión que priorizó el avance personal por encima del bien común. Una gestión que no supo —o no quiso— implementar un plan de mantenimiento sistemático, ni siquiera replicar experiencias de otros gobiernos departamentales de su mismo signo político que, con sus defectos, al menos intentaron aplicar iniciativas como el Plan ABC.

Las consecuencias están a la vista (y al tacto de cada paso o bache): vehículos dañados, peatones lastimados, y un creciente malestar entre los ciudadanos que sienten que la ciudad se cae a pedazos. Quienes más sufren esta situación son, como suele ocurrir, los más vulnerables: niños que comienzan a descubrir el mundo caminando, corriendo, tropezando… y cayendo en veredas que no invitan al juego sino al peligro. Adultos mayores que deben sortear obstáculos donde debería haber seguridad. Personas con discapacidad para quienes las calles de este Salto son un laberinto insalvable.

La responsabilidad no es exclusiva del gobierno. También hay omisión de parte de muchos propietarios que ignoran su deber legal y moral de mantener las veredas en condiciones. Pero el problema es estructural, y allí es donde debe intervenir la autoridad. No basta con esperar que cada uno haga lo que le corresponde. Debe existir una política clara, firme, constante. Y si durante 10 años no se sancionó ni se exigió ese cumplimiento, si no se fiscalizó ni se actuó más allá de las típicas “maquilladas” en tiempos de elecciones, entonces es evidente que hubo complicidad por omisión.

En este panorama, también se suman actores como empresas públicas —la más mencionada, OSE— que intervienen en el subsuelo urbano, rompen pavimentos y luego se retiran dejando un “parche”  que hasta ahora, la Intendencia cubría con materiales de mala calidad que a los pocos días ya se deshace con la primera lluvia. Es inaceptable que no exista una coordinación efectiva entre la Intendencia y estas empresas para garantizar soluciones duraderas.

Es cierto: la situación económica de la Intendencia no es fácil. Pero también lo es que, cuando hay voluntad política, creatividad y compromiso, se pueden generar respuestas. En el pasado, hubo ejemplos de cómo, en medio de crisis similares, se impulsaron arreglos de veredas como forma de promover empleo a través de “changas” útiles y dignas. No se resolvió todo, pero se dio un paso. Hoy se necesita más que nunca una iniciativa de ese tipo, que combine recuperación urbana, trabajo y sentido de pertenencia.

Este es un problema que nos involucra a todos, pero que empieza por el Estado. Hay que dejar atrás la inercia, la costumbre de naturalizar el deterioro y la impunidad de la omisión. Las calles y veredas no pueden seguir siendo zonas de riesgo ni símbolos de abandono. Deben ser espacios de tránsito seguro, de encuentro, de ciudadanía.

Es tiempo de asumir la deuda y comenzar, entre todos, a saldarla.

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