El abuso laboral
-
Por Luciana Gallino Garaventa
/
Edila Partido Coalición Republicana
El abuso laboral es una de esas realidades que todos saben que existe, pero que muy pocos se animan a nombrar en voz alta. Quizás porque incomoda, porque remueve estructuras, o porque obliga a revisar prácticas normalizadas durante años. Sin embargo, callarlo tiene un costo demasiado alto: el desgaste emocional, psicológico y hasta físico de quienes lo padecen. Y, sobre todo, la idea equivocada de que “así funciona el trabajo”.
El abuso laboral adopta muchas formas, algunas visibles y otras tan sutiles que se vuelven difíciles de identificar. No siempre aparece en gritos o humillaciones públicas. A veces se esconde detrás de órdenes contradictorias, exigencias imposibles, favoritismos marcados, silencios manipuladores, sobrecarga constante o un maltrato camuflado como “carácter fuerte”. El problema es que, cuando estas conductas se sostienen en el tiempo, terminan erosionando la dignidad del trabajador.
Uno de los escenarios donde más se observa este fenómeno es en los espacios donde existe una fuerte jerarquía interna. Cuando el poder se concentra en pocas manos y no existen mecanismos claros de control o de protección, el riesgo aumenta. La figura de la jefa o jefe de servicio —quien tiene la autoridad para distribuir tareas, otorgar permisos, evaluar desempeño o manejar la comunicación interna— puede transformarse en un punto de equilibrio saludable o, por el contrario, en el origen de un clima laboral asfixiante.
Muchas veces, quienes ocupan estos cargos subestiman el impacto que sus actos generan. Otras veces, lo saben perfectamente. Y ahí surge el problema: el uso indebido del poder. Cuando una jefatura utiliza su posición para presionar, intimidar o controlar de forma desmedida, se pasa del liderazgo al abuso. Y quienes están debajo suelen sentir que no tienen margen para expresarse, para denunciar o simplemente para pedir un trato digno.
Lo más grave es que el abuso laboral rara vez es un hecho aislado. Por lo general, se transforma en cultura. Se instala en el ambiente, se filtra en las conversaciones, se esconde detrás de frases como “acá siempre fue así” o “si no te gusta, ya sabés dónde está la puerta”. Esa naturalización hace que las personas sigan soportando situaciones que vulneran derechos básicos. Y quienes observan desde afuera, aunque no estén directamente involucrados, también terminan afectados: el clima se vuelve tenso, el compañerismo se desgasta y el trabajo pierde calidad.
Por eso es fundamental hablar del tema con claridad, sin miedo y sin maquillajes. El trabajador tiene derecho a un ambiente sano, respetuoso y humanizado. No es un detalle menor: pasamos gran parte de nuestra vida en el lugar de trabajo. Y cuando ese entorno se vuelve hostil, lo sentimos en todo: en la salud, en el ánimo, en el descanso, en la vida personal. La dignidad laboral no es un lujo; es un pilar.
Las instituciones, por su parte, tienen la responsabilidad de garantizar procesos internos que protejan a sus funcionarios. La existencia de protocolos contra el acoso, canales de denuncia confiables, equipos de recursos humanos preparados y auditorías periódicas no solo previene conflictos, sino que demuestra un compromiso real con la integridad de las personas. No alcanza con tener un reglamento: hay que aplicarlo.
Porque a veces, basta con prestar atención. Los indicios suelen estar ahí, circulando en las charlas, en los murmullos que se repiten, en los relatos que se escuchan una y otra vez en los corredores. Como cuando, en los pasillos del CAM, alguien comenta en voz baja lo que todo el mundo sabe pero pocos se animan a decir: que el abuso laboral existe, que duele y que es hora de que deje de ser un secreto a medias.
Comentarios potenciados por CComment