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Hay un tema que asoma en el horizonte y que nos deja a todos con la boca seca.

Y es el de los conflictos que parecen ser como esos incendios en verano cuando los bomberos trabajan horas y días y no pueden terminar de apagar las llamas y vuelta al trabajo. Pensemos en Nicaragua, Ortega y su mujer tomaron el poder, borraron con todo pero no hay nada que vislumbre que los nicaragüenses puedan vivir en paz con elecciones libres; miremos la eterna y empobrecedora revolución cubana, aferrada a sus coches viejos ya un turismo de sobrevida, con cortes de energía eléctrica recurrente los cubanos se enfrentan a la eterna excusa del bloqueo de Estados Unidos, que no es tal porque Cuba compra y vende con todo el mundo, pero sirve como excusa y siguen tirando con su tiranía. Rusia y Ucrania va para largo, Israel y Hamas sigue y sigue. El conflicto es natural al ser humano pero no hay un corte. A cada rato buques chinos o aviones andan cerca de los límites de Taiwán. Y dale que dale con el conflicto que no tiene nunca un cierre. Bolivia está al borde de una guerra civil con un Evo Morales que desconoce la Justicia de su país y quiere volver al poder como sea y mueve millones de ciudadanos bolivianos. Hasta Brasil tuvo problemas en el traspaso de poder de Jair Bolsonaro a Lula cuando hablamos de una democracia consolidada.

Dice la periodista a investigadora Inés Capdevilla en La Nación que al siglo XXI le sobran sorpresas y traumas visibles. En apenas 24 años ya tuvo atentados terroristas devastadores, pandemias paralizantes, dos feroces recesiones globales, una crisis de inflación mundial, revoluciones regionales, oleadas autoritarias.

Tiene también dramas menos evidentes, pero igualmente decisivos. Uno en particular: sus guerras no terminan. En el siglo XX, la mayoría de los conflictos bélicos se cerraba con un acuerdo de paz, con una victoria o con un cese al fuego. Pero, fragmentados, el mundo, sus potencias y sus organismos internacionales perdieron la capacidad de resolver los problemas comunes y, con ella, la habilidad para acabar con las guerras.

El informe 2024 de Global Peace Index muestra que más del 60% de las guerras de la última década se convirtieron en conflictos de baja intensidad y persisten; ese número era, hasta la década pasada, siempre inferior a 40%. Otro dato del reporte explica ese fenómeno: los acuerdos de paz o de treguas son ya una rareza.

La guerra civil de Siria siguió precisamente ese camino. Entre 2011 y 2017, sacudió a Medio Oriente y el resto del mundo con sus muertos, sus desplazados, sus emigrantes y, con la nueva década, entró una etapa de baja intensidad. La integridad territorial apenas subsistió, pero Bashar al-Assad, el tirano de Damasco, sí lo hizo, gracias al socorro decidido de Rusia e Irán.

Y de repente, en apenas 10 días, el dictador sucumbió y el régimen implosionó. No fue súbito: los rebeldes islamistas del noroeste planeaban desde hacía un año el asalto a Damasco. Pero sí fue sorpresivo: en solo un puñado de días Irán y Rusia pasaron de ser pilares de la dictadura a retirarle sin explicaciones ni demora el apoyo. Sus propias guerras reclaman su atención activa, sus recursos y sus armas.

Hay otros males que en el siglo XXI persisten contra todo pronóstico, como las guerras de baja intensidad: las dictaduras, en especial las de América Latina, que sobreviven a elecciones, movilizaciones opositoras, bloqueos, aislamientos regionales. Nicolás Maduro, Daniel y Rosario Ortega y Miguel Díaz-Canel –heredero de los Castro- parecen inmunes a cualquier intento democrático, no importa cuán sistemático sea.

Por eso, la fuga de Al-Assad ilusiona a venezolanos, nicaragüenses y cubanos con un escenario de inesperada implosión en sus países. La trama y las coincidencias los esperanza: un dictador en apariencia blindado, aliados internacionales dispuestos a todo para sostenerlo y, con ello, su poder geopolítico y naciones en ruinas económicas.

 

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