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El previsible y largamente anticipado fracaso del acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea vuelve a confirmar una realidad que muchos se empeñan en ignorar: Europa no es hoy un socio confiable ni estratégico para los intereses productivos y comerciales del bloque sudamericano. Décadas de negociaciones, promesas dilatadas y condicionamientos ideológicos desembocaron, una vez más, en la parálisis. Y esa parálisis tiene responsables claros.

La Unión Europea ha demostrado, una y otra vez, que su discurso aperturista es incompatible con su práctica real. Bajo el ropaje de exigencias ambientales, sanitarias o sociales —legítimas en apariencia— se esconde un viejo y persistente proteccionismo, especialmente en los sectores agrícola y ganadero, precisamente aquellos en los que el Mercosur es más competitivo. Europa protege a sus productores, subsidia su ineficiencia y bloquea el ingreso de bienes que compiten con su estructura productiva envejecida y sobre regulada.

Este escenario obliga a replantear con seriedad las prioridades comerciales del Mercosur. Asia, y en particular China, aparece no como una opción ideológica sino como una necesidad estratégica. Es allí donde se concentra el crecimiento, la demanda sostenida de alimentos, materias primas y energía, y una lógica de intercambio menos condicionada por intereses políticos internos. Mientras Europa se repliega, Asia avanza.

Estados Unidos, por su parte, tampoco ofrece garantías de apertura real. Más allá del notorio respaldo político a la Argentina y de gestos hacia América Latina, el proteccionismo norteamericano es estructural. Su sistema agrícola y ganadero, sus gobernadores, sus propios votantes y su entramado industrial marcan límites claros a cualquier intento de liberalización profunda. La breve etapa de la globalización abierta fue la excepción, no la regla.

En este contexto internacional complejo, la indefinición del rumbo interno agrava la situación. El gobierno de Yamandú Orsi y el Frente Amplio no han logrado transmitir una estrategia clara de inserción internacional. Los cambios anunciados y las decisiones adoptadas no parecen responder a una planificación coherente de largo plazo, sino más bien a tensiones internas, disputas de poder y equilibrios políticos que poco tienen que ver con el interés nacional.

La política exterior y comercial no puede ser rehén de pugnas intestinas ni de dogmatismos. Requiere claridad, pragmatismo y una lectura realista del mundo tal como es, no como se desearía que fuera. Persistir en apostar a un acuerdo con una Unión Europea que no quiere —o no puede— avanzar es perder tiempo, oportunidades y credibilidad.

El Mercosur necesita abandonar la lógica de la espera eterna y asumir que el eje del comercio mundial se ha desplazado. Asia no es solo el presente, sino el futuro. Profundizar vínculos, diversificar mercados, negociar con firmeza y sin complejos es el camino para sostener el crecimiento, proteger el empleo y fortalecer la soberanía económica.

Europa seguirá siendo un socio cultural e histórico, pero no puede seguir siendo una ilusión comercial. La realidad impone decisiones. Y hoy, más que nunca, la consigna parece clara: mejor Asia.

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