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En en el Día Internacional contra el Maltrato y Abuso Sexual hacia Niños, Niñas y Adolescentes, Uruguay se miró en un espejo que muchos preferirían evitar. Los datos divulgados sobre el año 2024 son desgarradores, 8924 situaciones de violencia hacia menores fueron detectadas e intervenidas. En promedio, 24 casos por día. Cada hora, un niño o una niña enfrentaron una forma de violencia que no debería tener lugar en ningún hogar, en ninguna vida.

Los números son fríos, pero detrás de cada uno hay un nombre, una historia, una mirada rota.

Lo más estremecedor, el 90% de las personas agresoras son familiares. Padres, madres, tíos, hermanos, parejas, abuelos. Aquellos que deberían cuidar, proteger, ser refugio. Son quienes lastiman. No hay estadística que pueda explicar el daño profundo que causa que la violencia venga de quien dice amar.

El maltrato emocional que encabeza la lista con un 38% deja huellas tan profundas como los golpes. Las palabras duelen, las ausencias duelen, el rechazo duele. Le sigue la negligencia, con un 23%: una forma silenciosa de abandono que no deja moretones pero sí cicatrices invisibles. La violencia sexual representa el 22% de los casos: una cifra que hiela la sangre. ¿Cómo se reconstruye la confianza, la inocencia, el cuerpo?

Peor aún, en 3 de cada 4 casos de abuso sexual, el agresor vive bajo el mismo techo. Come en la misma mesa. Abraza, miente, y vuelve a lastimar.

El 56% de las víctimas fueron niñas y adolescentes mujeres, la mayoría entre 13 y 17 años. Ellas, que están apenas descubriendo el mundo, son forzadas a conocer su peor cara. No hay maquillaje que cubra eso. No hay fiesta de 15 que repare lo que se quiebra.

Este 25 de abril, el lema fue "Vivir sin violencia es su derecho y nuestro compromiso." Pero, ¿estamos realmente cumpliendo ese compromiso? ¿O lo repetimos una vez al año como un eco triste, para silenciar culpas que no terminamos de asumir?

No es fácil mirar alrededor y ver qué niños están pidiendo ayuda en silencio. No es fácil actuar cuando la violencia no ocurre en las noticias, sino en la casa de al lado. O en la propia.

Tenemos que entender, de una vez por todas, que la violencia no es un problema privado. Es una urgencia. Cada niño violentado es una herida abierta en nuestra sociedad. Cada niña abusada es una señal de que fallamos como comunidad, como adultos, como seres humanos.

Porque no alcanza con decir “nunca más”. Hay que hacer que realmente no vuelva a pasar. Eso implica educación sexual integral, acompañamiento psicológico, justicia que actúe con perspectiva de infancia. Implica creerles. Crear redes de contención. Y también hablar. No callar lo incómodo, no tapar lo feo. Nombrar es una forma de sanar.

Y también implica amor. Un amor activo, valiente, comprometido. Un amor que no se quede en palabras, sino que se transforme en leyes, en programas, en abrazos seguros.

No estamos hablando de cifras. Estamos hablando de la niña que dejó de confiar. Del niño que no duerme. Del adolescente que ya no cree en los adultos. Hablamos de vidas rotas, de futuros que tambalean.

Vivir sin violencia no puede seguir siendo un ideal lejano. Tiene que ser una realidad cotidiana.

Y para eso, todos tenemos algo que hacer. Como vecinos, como docentes, como trabajadores sociales, como padres, como periodistas, como funcionarios, como ciudadanos.

Hoy, más que nunca, el silencio no es una opción. Porque cada vez que callamos, cada vez que ignoramos, cada vez que miramos para otro lado, estamos del lado del agresor. Y eso, simplemente, no lo podemos permitir.

Los niños tienen derecho a crecer sin miedo. A dormir tranquilos. A jugar. A ser amados de verdad.

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