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Hoy escribo como pensando en voz alta, o mejor, como quien lleva al teclado de la computadora lo que va pensando, sin mucho filtro. Hay cosas que ya las he dicho, pues las reitero ahora después de varios días de la efervescencia política. En definitiva, me permito seguidamente algunos divagues del pensamiento.

Mi abuelo, gran batllista, decía -mitad en broma, mitad en serio- que si un día veía los colores celeste y blanco en una lista del partido colorado, le daba un infarto. No por los colores en sí, claro, sino porque, para él, cada partido tenía una esencia, identidad, una línea ideológica que debía respetarse. Su política era de convicciones profundas. De discusiones largas y fundadas. De militancia por ideales. Si viviera hoy, no sé si se indignaría o se adaptaría. Lo que sé, es que no se resignaría con frases como “todos los políticos son iguales”.

Hoy esas frases se repiten con desgano en cualquier esquina. Y lo más alarmante no es que se digan, sino que muchas veces no son erradas. Razones sobran: prácticas políticas poco éticas, acomodos, militancia paga, “pases” de un partido a otro que, lejos de la reflexión ideológica, se resuelven como pases futbolísticos de un cuadro a otro... (pero aquí no se juega por campeonatos, sino con la confianza del pueblo).

Camino las calles, veo y escucho jóvenes que se acercan a comités preguntando cuánto se paga por militar. Dirigentes que se quejan si un periodista no los entrevista. Otros que llaman para “sugerir” preguntas. Todo es parte de una maquinaria que fomenta que lo importante no es la idea, sino el rédito.

No se trata de idealizar el pasado: siempre hubo picardías, eso está claro. Pero había algo que hoy escasea: temor de ser descubierto y vergüenza si eso ocurría. Hoy parece que nada importa mientras no lo filme una cámara. O incluso, a veces, ni eso.

Y hablando de cámaras... ¿qué pasa con nosotros, los periodistas? En este mismo diario, en la radio, en redes sociales, uno dice algo que molesta y ya lo etiquetan: “ah, vos sos de tal o cual”. Y si al otro día uno opina distinto, el mismo que ayer te aplaudía, hoy te crucifica. Como si la honestidad tuviera partido. Como si la independencia fuera un disfraz.

No se puede ignorar una realidad incómoda: algunos comunicadores son literalmente financiados por dirigentes políticos para repetir ciertos discursos o callar otros. No es una denuncia, es una constatación. Y, como en todo, hay que entender los contextos: hay personas que lo hacen por necesidad, para sostener un hogar, para “parar la olla”, como se dice. Pero también hay quienes lo hacen simplemente porque el precio es tentador. Y eso desdibuja por completo la confianza del público en los medios.

En lo personal, trato de decir lo que pienso. Y a veces, eso molesta. Pero cuando molesta a gente de diferentes partidos por igual, es una buena señal. Significa que no estoy hablando para complacer, sino para que reflexionemos todos. Y cuando uno reflexiona con honestidad, lo más lógico es que no todo lo que diga le caiga bien a todos. Eso es parte del juego. El problema es cuando el juego deja de ser político y se vuelve un negocio.

Y es ahí donde más se extraña a los abuelos, a los viejos militantes de alma. A esos que discutían con respeto, que armaban un comité no para cobrar por ir, sino para compartir ideas. Que creían, de verdad, que la política era una herramienta para mejorar la vida de la gente. Que militaban por convicción, no por comisión.

Por suerte, todavía hay excepciones. Hay gente que cree, debate con altura, se emociona con una idea y no con un sobre. Jóvenes que se involucran por ganas y no por plata. Periodistas que siguen siendo incómodos, aunque eso les cueste avisadores. Militantes que siguen entregando horas sin pedir nada a cambio. A esas personas les debemos no perder la esperanza.

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