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La anécdota es de Gabriel García Márquez. La incluye en “Botella al mar para el dios de las palabras”. El gran Gabo cuenta que siendo niño casi fue arrollado por un hombre que circulaba a gran velocidad en bicicleta. Un cura que pasaba gritó: “¡Cuidado!”. El ciclista se desvió y cayó a tierra. El cura pasó al lado de García Márquez, sin detenerse, y le comentó: “¿Ya vio usted lo que es el poder de la palabra?”. “Ese día lo supe”, concluyó el autor de Cien Años de Soledad.

Santos Inzaurralde por otro lado nos dejó un libro que es una delicia y menciona la palabra: “Las Uvas de la Abuela”. Contiene poemas de este minuano que escribía y recitaba junto al gran Santiago Chalar. En una de sus páginas dedica versos a los vascos, sus ancestros. A la boina, al sí, sí, y al valor de la palabra dada. Esa que en el País Vasco, dice, vale tanto como una sentencia. Inexorable, definitiva.

Cumplir con la palabra empeñada

Cumplir con la palabra empeñada es más importante de lo que imaginamos en la vida diaria. Los ciudadanos lo hacemos en forma natural, casi sin pensarlo. Quien sube a un ómnibus y paga el boleto recibe la certeza de que será transportado. Quien compra en la feria o en un comercio, sabe que deberá pagar y que recibirá lo acordado. Son actos pequeños que se sostienen sobre algo inmenso: la confianza en que el otro cumplirá.

En política es sagrada

En política, la palabra dada es aún más sagrada. Es la base del diálogo, la esencia de los acuerdos, la piedra fundamental de la convivencia. Los legisladores y políticos no andamos firmando contratos a cada instante. Nos comprometemos… y cumplimos. O al menos así debería ser.
Porque, de lo contrario, ¿cómo sentarse a buscar acuerdos si quien está enfrente no los honra después? En la vorágine política no aparecen escribanos ni abogados redactando contratos. A lo sumo, un memorándum sin firmar con un punteo de temas. Y la palabra alcanza.

Sistema político uruguayo

Ese ha sido, históricamente, un signo distintivo del sistema político uruguayo: la palabra vale tanto como una firma. Podremos discutir con fuerza, discrepar sin concesiones, incluso enfrentarnos con dureza. Pero cuando empeñamos la palabra, sabemos que hay que cumplirla.
Por eso, aceptar un acuerdo sin la certeza de su cumplimiento es más que un error: es una herida.
En los negocios, se habla de la “capacidad moral”. No basta con tener patrimonio o solvencia financiera. Hay que tener también un historial de respeto por los compromisos. En criollo: es tan importante tener los recursos como el no haber incumplido antes.

Dio su palabra tres veces... y no la cumplió

En mis años de abogado aprendí que ese requisito era tan decisivo como un contrato escrito. Y sin embargo, esta semana, en la política, una persona dio su palabra… y no la cumplió. Se comprometió tres veces, y hasta una cuarta en público, y no lo hizo. Algo se quebró. El dios de las palabras de García Márquez, la sentencia vasca de Inzaurralde, perdieron su peso por un instante.

Pérdida colectiva

Y lo que se resiente no es un nombre ni una coyuntura, sino el sistema político uruguayo, que ve amenazada su capacidad de diálogo y de confianza. Es triste. Porque la pérdida no es personal, es colectiva. Es la fe en que lo dicho, lo prometido, posee o no el valor de un contrato invisible. Por suerte, el tiempo y el voto de los orientales tienen la virtud de recordar, de advertir, de gritar “¡Cuidado!” cuando esto ocurre.
Y, al final, colocan a cada uno en el sitio que merece.

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