¡El Uruguay es Uruguay gracias al General Rivera!
Diría Flores Mora: “La República es independiente y libre desde 1830. Pero nueve años después, un 29 de diciembre en Cagancha, Fructuoso Rivera afirmó esa independencia deshaciendo a lanzazos un ejército numéricamente dos veces más grande que el suyo, enviado por Juan Manuel de Rosas”. La frase resume con contundencia el significado político y simbólico de la batalla: no fue solo un triunfo militar, sino la reafirmación de la soberanía de un país joven y aún frágil.
Carlos Freire recuerda que Pascual Echagüe —militar de fama temible y de legendaria crueldad— avanzaba hacia territorio oriental luego de derrotar a nuestros aliados correntinos. En esa campaña cayó Berón de Astrada y, tras el degüello de cientos de soldados rendidos, al cadáver del caudillo correntino se le cortaron lonjas de piel para fabricar una manea enviada a Rosas como macabro trofeo. Ese acto, que hoy horroriza, permite dimensionar la violencia de la época y el temor que despertaba el avance enemigo.
El faro al que se miraba con esperanza
Ubicarse en el pánico que produjo aquella noticia no es sencillo desde el presente. Entonces, la amenaza era real y cercana. En departamentos completos, como Durazno, apenas quedaron tres o cuatro familias. El resto de la población buscó refugio en Montevideo, ciudad que ya no contaba con murallas y que se sabía vulnerable. La sensación de desamparo era generalizada, y la figura de Rivera comenzó a convertirse en el faro al que se miraba con esperanza.
Un ejército de casi dos mil hombres
El doctor Anacleto Dufort narra que Rivera se hallaba en Montevideo cuando un chasque le informó que Echagüe había vadado el río Uruguay. Sin demora, montó a caballo y desapareció. Durante quince días nada se supo de él. Reapareció en el Queguay al frente de un ejército de casi dos mil hombres. En ese lapso había recorrido buena parte del territorio, entrevistándose con jefes, alentando a la población de campaña, dando instrucciones y organizando la resistencia. Siempre a caballo, casi sin comer ni dormir, llevó adelante una actividad febril que la historia registraría como rasgo distintivo del caudillo en los momentos de mayor peligro.
“La invasión de Echagüe”
Rivera habló a sus hombres con palabras simples y profundas: defendían el hogar y la hacienda, el rancho y el pago, la familia y la patria. En “La invasión de Echagüe” se relata que, antes del combate, se hizo un silencio denso, previo a los grandes hechos. “Un sol de mediodía doraba la cúpula celeste”, escribe el autor, y describe a Rivera montado en su caballo overo, “con esa arrogancia soberana de los grandes jinetes”. Llevaba el sable a la cintura, las riendas en la mano izquierda y, en la derecha, un látigo de trenza: su arma favorita. Sabía vencer, pero no sabía matar, afirmaban quienes lo conocieron en campaña.
“¡Viva la Patria! ¡Viva el general Rivera!”
Tras duros enfrentamientos, llegó la hora del desastre para el ejército invasor. Bastaron algunos tiros de cañón para provocar el desbande y el pánico. A las tres de la tarde, la banda del 1º de Cazadores hizo sonar la diana triunfal, repetida por toda la línea. Los vencedores, agotados y exultantes, gritaron a coro: “¡Viva la Patria! ¡Viva el general Rivera!”. Entonces, Don Frutos pronunció la orden que selló también el carácter moral de la jornada: “¡Que no se mate a nadie! ¡A tomar prisioneros! ¡No se manche la victoria!”. La victoria militar se completaba así con una lección de humanidad.
Rivera entregó su caballo overo a un chasque
Para que la noticia llegara pronto, Rivera entregó su caballo overo a un chasque que alcanzó Montevideo en plena noche. Frente al portón de San Pedro anunció: “¡Viva la Patria! ¡Viva el gobierno de la República! ¡Viva el general Rivera!”. El jefe político Luis Lamas, incrédulo, le recriminó los gritos, suponiendo una retirada. “¡No, señor… hemos triunfado!”, respondió el mensajero. El país entero recibió la novedad con júbilo: la independencia, amenazada, había sido defendida en campo abierto.
Supervivencia del Uruguay Independiente
Bajo el sol de Cagancha —diría Maneco— el país volvió a nacer y siguió siendo el país. Allí, la historia dejó una enseñanza que perdura: la libertad no se decreta una vez y para siempre, se afirma y se defiende. Y en ese capítulo decisivo, el nombre de Fructuoso Rivera quedó unido para siempre a la supervivencia del Uruguay independiente
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