"Los vicios no son delito" /
Ignacio Supparo cuestiona la prohibición de fumar y beber en plazas públicas
Ante el reciente anuncio de la Intendencia de Salto respecto a la prohibición de humo y alcohol en las plazas de la ciudad, el abogado salteño Ignacio Supparo difundió una reflexión que, por su contenido y tono, ha generado debate público. A continuación, La Prensa reproduce íntegramente su texto. Los vicios, por sí mismos, no constituyen delitos. No vulneran los derechos fundamentales de nadie —vida, libertad o propiedad— y, por tanto, no deberían ser tratados como conductas criminales.
El Estado paternalista
Sin embargo, el Estado “ángel de la guarda” insiste en asumir un rol paternalista: pretende cuidarnos de nosotros mismos, decirnos dónde podemos y no podemos hacer determinadas actividades lícitas. Y para ello no duda en restringir libertades esenciales: la libertad de elección, de circulación y de disfrute del espacio público. Un error grave.
Los vicios, en todo caso, pueden generar molestias. Y esas molestias pueden resolverse perfectamente dentro del marco de convivencia de la sociedad civil. Cuando alguien, fumando o bebiendo, se comporta de manera inapropiada, es precisamente el Estado quien ya dispone de todas las herramientas para prevenir y disuadir esas conductas sin necesidad de prohibir lo que es legal. Pero en vez de actuar con eficiencia, desaparece. Y cuando su inacción termina degradando los espacios públicos, opta por la salida más fácil y menos justa: prohibir, haciendo pagar justos por pecadores.
Prohibir en vez de resolver
El Estado prefiere atacar los efectos antes que las causas. Prohíbe en lugar de solucionar. Y muchos ciudadanos, anestesiados, aplauden estas restricciones creyendo —ingenuamente— que la prohibición resolverá aquello que nunca resolvió. No lo hará. Nunca lo hizo. La historia lo demuestra una y otra vez. Si hay personas que no respetan las normas básicas de convivencia, debemos exigir que el Estado actúe donde sí tiene competencia: orden, seguridad, prevención. Pero eso no ocurre. No implementa nada, no regula, no disuade. Y ante su propia incapacidad para garantizar espacios agradables y seguros, opta por criminalizar conductas lícitas y a quienes las ejercen responsablemente.
Injusticia hacia el ciudadano responsable
Castigar a quienes usan el espacio público de manera pacífica y respetuosa —a quienes quieren fumar o tomar algo con sus amigos o familia— sólo porque unos pocos se comportan mal, es profundamente injusto. Y evidencia, ante todo, la ineptitud del Estado para manejar una tarea básica. Lo más inquietante es que parte de la sociedad celebra estas restricciones, como si la renuncia a su libertad fuera un triunfo. Aplauden al mismo Estado que falló en resolver el problema original. Se convierten en esclavos satisfechos, creyendo que cada prohibición es un avance, cuando en realidad es una renuncia lenta y progresiva a su autonomía.
¿Puede controlar lo grande si no controla lo pequeño?
Pensemos: si el Estado es incapaz de controlar a un pequeño grupo de desubicados perfectamente identificados en unas pocas plazas, ¿cómo podrá —según promete— controlar a toda la población en todos los espacios públicos, todo el tiempo? Y si realmente pudiera hacerlo, ¿por qué no pudo contener a esos mismos individuos antes, cuando la tarea era muchísimo más sencilla? Pensemos otra vez: si no puede desalentar el comportamiento de unos pocos jóvenes en un área puntual, ¿cómo pretendemos que combata el delito real, organizado y peligroso?
La pendiente resbaladiza de las prohibiciones
Hoy es el cigarrillo. Mañana será el perro. Pasado, la guitarra. Y después, quizás, tu mera presencia. Así empiezan todos los Estados totalitarios: restringiendo libertades de a poco, con excusas amables y discursos protectores. Y cuando finalmente adviertes lo que perdiste, estás haciendo fila para pedir un plato de frijoles y agua potable. Eso sí: con plazas impecables, libres de humo y de alcohol.
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