Cinco años después, las huellas que nos dejó...
- Por Angélica Gregorihk

El 31 de diciembre de 2019, China informó a la Organización Mundial de la Salud sobre un grupo de 27 casos de neumonía de etiología desconocida. El agente causante de esta neumonía fue identificado como un nuevo virus de la familia Coronaviridae, denominado posteriormente SARS-CoV-2. A finales de enero, con la epidemia ya instalada, el mundo científico comprobó dos cosas muy importantes del virus, validando de este modo su capacidad pandémica. Por un lado, la alta transmisibilidad entre humanos (cerca del doble de la influenza) y, por otro, la severidad (20% de los pacientes diagnosticados desarrollan enfermedad severa o crítica). Finalmente, el 11 de marzo de 2020, la OMS declaró oficialmente una pandemia por SARS-CoV-2.
Uruguay registró su primer caso de COVID-19 el 13 de marzo de 2020 y, desde ese mismo día, se declaró la emergencia sanitaria. Con el pasar de las semanas, la crisis sanitaria transformó nuestra realidad. El distanciamiento social se instaló como una nueva norma, la "libertad responsable" marcó el discurso oficial, y la incertidumbre se convirtió en la emoción predominante.
Le siguieron el encierro voluntario, la suspensión de clases, el teletrabajo, la educación a distancia, las ollas populares y el estallido de plataformas de video llamadas. Luego llegaron los peores momentos: el pico de hospitalizaciones y muertes en 2021, la aparición de las vacunas, la popularización de expresiones como "inmunidad de rebaño", y también el surgimiento de posturas negacionistas.
Pero, más allá de la crisis económica y del cambio de hábitos, lo que la pandemia dejó es el dolor de la pérdida. No hubo persona que no tuviera que despedir a un familiar, un amigo, un vecino. El virus nos arrebató a miles, y el vacío que dejó sigue presente en muchas familias.
El miedo inicial dio paso con el tiempo a una mezcla de esperanza y agotamiento. Llegaron las vacunas, y con ellas la posibilidad de recuperar algo de normalidad. Pero también surgieron divisiones: teorías conspirativas, posturas irreconciliables y un debate que, en lugar de unirnos, nos fracturó aún más. Lo que debió haber sido una victoria compartida se convirtió en otro campo de batalla ideológico.
Sin embargo, también aprendimos la importancia de la solidaridad. En los momentos más oscuros, las ollas populares alimentaron a cientos de familias. Médicos, enfermeros y trabajadores esenciales sostuvieron un sistema de salud al borde del colapso. La empatía, a pesar del miedo, demostró ser una fuerza poderosa.
Cinco años después, es inevitable preguntarnos: ¿qué nos quedó de todo esto? Aprendimos que la vida es frágil y que, aunque nos creíamos invulnerables, un microorganismo podía poner de rodillas al mundo. Descubrimos que somos resilientes: nos reinventamos, aprendimos a convivir con la incertidumbre y a valorar lo simple, lo cotidiano, lo cercano.
La tecnología fue una aliada, permitiendo la continuidad del trabajo y la educación, pero también nos expuso a nuevos desafíos: el agotamiento digital, la soledad, la falta de contacto humano real. El teletrabajo se instaló como una nueva modalidad, con beneficios y costos emocionales.
Pero sobre todo, nos quedó la memoria. La memoria de los que no están, de los sacrificios hechos, de los esfuerzos colectivos. Porque olvidar sería la mayor injusticia, sería permitir que el dolor de tantos se diluyera en la indiferencia del tiempo.
La pandemia quedó atrás, pero sus lecciones deberían acompañarnos siempre. Nos enseñó que la vida puede cambiar en un instante, que la solidaridad es clave en la adversidad y que, al final del día, lo más valioso son las personas. Ahora, con un mundo reconfigurado, tenemos el deber de recordar y de construir un futuro, en base a la lección que nos dejó.
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