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Hay decisiones políticas que no solo generan discrepancias: generan indignación. Porque cuando se repiten errores históricos, se maquillan cifras o se insiste en caminos que ya demostraron su fracaso, la sensación es clara: nos están tomando el pelo. Y eso fue, precisamente, lo que dejó la última comparecencia de la ministra de Industria, Energía y Minería, Fernanda Cardona, ante la Comisión de Diputados, en la última actividad parlamentaria de 2025.

Dos temas concentraron la atención: la situación del negocio del pórtland de Ancap y el cambio en la gestión del Antel Arena. Dos ejemplos distintos, pero unidos por un mismo hilo conductor: la dificultad crónica del Estado uruguayo para asumir decisiones firmes cuando la ineficiencia es evidente.

En el caso del pórtland, la ministra anunció que no se cerrará ninguna planta y que el plan de acción apunta a reducir pérdidas, mantener el mercado y “cuidar a los trabajadores”. Una declaración políticamente correcta, pero económicamente vacía. Porque producir pórtland en Ancap ha sido, históricamente, un negocio deficitario. Las cifras son contundentes: más de 20 millones de dólares anuales en pérdidas, acumulando —según estimaciones— cerca de 80 millones de dólares dilapidados en dos décadas.

La planta de Paysandú es el símbolo más descarnado de esa ineficiencia: una instalación detenida, convertida en monumento al despilfarro, con un molino comprado que jamás funcionó y que hoy se pudre en contenedores. Una herencia de decisiones políticas erradas, algunas incluso salpicadas por corrupción, que nadie parece dispuesto a cerrar definitivamente.

La solución propuesta vuelve a ser la receta clásica: un grupo de trabajo, una comisión de seguimiento, mesas de diálogo con trabajadores, sindicatos y clase política. En Uruguay, cuando no se quiere resolver un problema, se crea una comisión. Se habla, se posterga, se administra la pérdida y todos, salvo el contribuyente, quedan conformes. Mientras tanto, el sobredimensionamiento de personal persiste, la producción se concentra solo en Minas y la planta de Paysandú se recicla, apenas, como centro logístico. El déficit, en cambio, sigue intacto.

El segundo capítulo fue el Antel Arena. La ministra explicó que la transferencia de la gestión a una subsidiaria de Antel responde a la salida de ASM Global del país y de Sudamérica, desligando a la empresa estatal de la decisión. Aseguró, además, que Antel cuenta con el “know-how” suficiente para gestionar el complejo, atraer más espectáculos internacionales y generar mayores ganancias, destacando que en 2024 el balance fue positivo y que 2025 cerrará con más rentabilidad.

Sin embargo, la versión oficial choca con la denuncia del diputado Álvaro Dastugue, quien sostiene que el Antel Arena continúa generando pérdidas cercanas a los cuatro millones de dólares anuales. Su argumento es claro: la empresa extranjera no asumió la inversión inicial ni los costos estructurales de mantenimiento y personal. Abrir las puertas del Arena es caro, y esos costos no siempre se reflejan en los balances optimistas.

Así, el debate vuelve al punto de partida: ¿ganancias reales o contabilidad creativa? ¿Eficiencia o relato? Mientras el Estado insiste en sostener emprendimientos deficitarios, millones de dólares se evaporan cada año. Dinero público que, de administrarse con rigor, podría destinarse a políticas sociales urgentes, como la atención a la niñez más vulnerable.

Pero el ahorro, la eficiencia y la autocrítica no parecen ser rasgos distintivos de los gobiernos de turno. La sangría continúa, los errores se repiten y, como siempre, los platos rotos los terminan pagando Don José y Doña María.

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