El gasto superfluo que desmiente la declamada solidaridad
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Por José Pedro Cardozo
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Hay causas que, por su peso moral, deberían estar a salvo de la manipulación política. La pobreza infantil es una de ellas. Sin embargo —como tantas otras veces— el drama de miles de niños en situación de vulnerabilidad vuelve a ser utilizado más como bandera ideológica que como compromiso real y sostenido. La izquierda, junto a organizaciones sociales y sindicales que orbitan en su entorno, se rasga las vestiduras reclamando nuevos impuestos al uno por ciento más rico del país, bajo el argumento de atender a la niñez desvalida. El discurso suena noble, casi irrefutable. El problema aparece cuando se contrastan las palabras con los hechos.
Porque cuando llega la hora de demostrar con acciones concretas esa supuesta sensibilidad social, la solidaridad se vuelve selectiva y la coherencia escasea. Se exige siempre que pague “otro”, mientras se evita revisar privilegios propios, gastos superfluos y prácticas arraigadas en el corazón del Estado. La política, en definitiva, suele mirarse al ombligo.
Puertas afuera, en el Parlamento o frente a las cámaras, abundan los discursos encendidos, las acusaciones cruzadas y hasta los insultos. Todo eso rinde mediáticamente. Pero puertas adentro, esa rivalidad se diluye en asados generosos, encuentros cordiales y amistades transversales que desmienten la épica del enfrentamiento permanente. El espectáculo es para la tribuna; la comodidad, para los protagonistas.
Mientras tanto, quien siempre paga es Juan Pueblo. El ciudadano común que cumple, que no puede evadir, ajusta su presupuesto mes a mes. En ese contexto, resulta legítimo preguntarse por qué, ante un problema tan grave como la pobreza infantil, casi nunca se escucha hablar de austeridad, de recortes en gastos innecesarios, de una revisión profunda de rubros como gastos de representación, secretarías infladas o estructuras administrativas sobredimensionadas. Hablar de ahorro parece ser mala palabra en el ecosistema político.
Los ejemplos de desprolijidad —y de desprecio por el dinero público— no son nuevos ni aislados. Desde jerarcas que planifican ascensores de uso exclusivo para evitar esperas, hasta ministros que adaptaron espacios personales en sus despachos para descanso o visitas “especiales”. Todo ello configura una cultura donde lo público se gestiona como si fuera propio, sin culpa ni pudor.
En ese marco, la reciente decisión de la Cámara de Representantes de adquirir hasta 600 sets de parrilla como obsequios institucionales vuelve a encender la polémica. La compra, realizada conforme a la normativa y sin observaciones de los órganos de control, tuvo un costo unitario de $793, IVA incluido, totalizando casi $476.000. Los destinatarios: diputados, secretarios, funcionarios del Palacio Legislativo y personal militar encargado de la custodia.
Se podrá argumentar —y no sin razón— que no se trata de una cifra exorbitante ni de un gasto que, por sí solo, cambiaría la realidad de los niños en extrema pobreza. Pero el punto no es únicamente contable. Es simbólico. Es ético. Es la señal que se envía a una sociedad donde miles de familias no llegan a fin de mes y donde la infancia vulnerable sigue esperando respuestas estructurales.
El problema no es el set de parrilla. El problema es la contradicción. Reclamar más impuestos en nombre de los pobres mientras se mantiene una lógica de gasto prescindible es, cuanto menos, incoherente. Y esa incoherencia erosiona la credibilidad del discurso solidario.
Si de verdad se quiere poner a los niños primero, el camino debería empezar por casa. Con menos declamación y más ejemplo. Con menos gestos para la foto y más responsabilidad en el uso de cada peso público. Porque la solidaridad auténtica no se proclama: se practica.
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