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Uruguay acaba de celebrar el bicentenario de su fundación. Dos siglos de historia, de luchas, de desencuentros y de búsquedas compartidas que fueron moldeando una identidad nacional tan frágil como persistente. En el centro de ese proceso estuvieron, desde siempre, los símbolos patrios: la bandera, el escudo, el himno, la escarapela. Son más que ornamentos; son condensaciones de memoria, sacrificio y aspiraciones colectivas. En ellos se sintetiza una nación.

Por eso sorprenden, y preocupan, las insólitas propuestas que en los últimos tiempos han circulado tanto en los medios de prensa como en ámbitos educativos, en particular en las Asambleas Técnico Docentes. Allí se ha planteado, sin rubor, eliminar la obligatoriedad de los actos patrios en las escuelas o “modernizar” el escudo nacional con la incorporación de un mate y un tamboril. Ideas que, aunque puedan sonar pintorescas, en realidad son un síntoma de algo más serio: la frivolización de la identidad nacional y la desvalorización de aquello que, con sus virtudes y contradicciones, nos constituye como comunidad. Es cierto que los símbolos patrios son hijos de su tiempo. El escudo que Artigas ideó no es el mismo que hoy reconocemos, y la bandera tuvo cambios incluso a pocos días de la Jura de la Constitución. Pero esos ajustes respondieron a contextos fundacionales, a debates sobre cómo un pueblo quería mostrarse al mundo y a sí mismo. Muy distinto es pretender hoy, en nombre de una mal entendida “modernización”, someter esos símbolos a caprichos de coyuntura o a modas culturales. No es lo mismo un debate histórico que un impulso ocurrencial.

Proponer agregar un mate y un tamboril al escudo nacional es confundir lo anecdótico con lo esencial. Nadie niega que el mate y el candombe forman parte de la identidad uruguaya, pero ¿eso los convierte en símbolos de Estado? ¿De verdad creemos que el país necesita un escudo “folclorizado” para reafirmar su identidad? Reducir nuestra memoria colectiva a estampas pintorescas no es un homenaje, sino una caricatura. Del mismo modo, la sugerencia de eliminar los actos patrios en las escuelas atenta directamente contra la transmisión de valores compartidos. Los niños no solo aprenden matemáticas o ciencias naturales; también aprenden, sobre todo, a ser parte de una comunidad. Los actos de juramento a la bandera o las conmemoraciones de fechas patrias cumplen un rol formativo: enseñan respeto, pertenencia y memoria histórica. Sacarlos del calendario educativo sería amputar una de las pocas instancias en que las nuevas generaciones se conectan con la tradición nacional de manera institucionalizada.

Los símbolos patrios no son intocables porque sean perfectos; lo son porque representan un pacto colectivo. Funcionan como un puente entre generaciones, un recordatorio de que venimos de lejos y de que, pese a las diferencias, compartimos una historia común. En tiempos de fragmentación social y de polarización política, lo último que deberíamos hacer es debilitar esos puentes. Claro que se puede discutir sobre el lugar de los símbolos en la sociedad contemporánea. El problema no es el debate, sino la banalidad con que se encaran estas propuestas. Pretender que el escudo “se moderniza” agregándole un mate no es un aporte a la identidad nacional, sino un gesto de desdén hacia su densidad histórica. Plantear que los actos patrios “estorban” la vida escolar no es modernizar la educación, sino restarle profundidad.

Uruguay necesita, más que nunca, fortalecer sus símbolos, no ridiculizarlos ni vaciarlos de sentido. El bicentenario no debería ser excusa para experimentar con ocurrencias superficiales, sino oportunidad para reafirmar la vigencia de aquello que, con sus luces y sombras, nos mantiene unidos.Los símbolos patrios no son souvenirs que se adaptan al gusto del consumidor. Son la memoria viva de un país. Jugar con ellos, trivializarlos o despreciarlos no es un acto de creatividad ni de modernidad. Es, simplemente, una forma de perder el rumbo.

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