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El acuerdo de paz que hoy se firma en Medio Oriente no puede presentarse como un gesto generoso de las partes enfrentadas, sino como lo que realmente es: la consecuencia de años de crímenes, abusos y violaciones flagrantes del derecho internacional, que finalmente se vieron forzados a un límite gracias a la presión de Estados Unidos y de varios países árabes que no toleraron más la escalada.

Hamas debe cargar con la vergüenza de haber desencadenado este infierno. El ataque del 7 de octubre fue un acto de barbarie planificado: la masacre de civiles inocentes, la toma de rehenes, el uso del terror como método político. Eso no es resistencia ni causa legítima: es terrorismo en estado puro. Cada día que esos rehenes permanecieron en manos de Hamas fue una afrenta a la humanidad entera. Nadie que aspire a representar al pueblo palestino puede hacerlo desde la lógica criminal de secuestrar y asesinar.

Pero Israel tampoco puede escapar a su responsabilidad histórica. La respuesta al ataque fue desproporcionada, brutal e indiscriminada. Con la excusa del “derecho a defenderse”, el ejército israelí arrasó Gaza, redujo barrios completos a escombros y dejó un saldo atroz de miles de muertos, la mayoría de ellos civiles. Bombardeos contra hospitales, escuelas y campos de refugiados no pueden justificarse como daños colaterales: son crímenes de guerra que deben ser señalados con todas las letras. El Estado de Israel ha demostrado, una vez más, que su poder militar se aplica sin miramientos contra una población indefensa, generando un odio que solo alimentará nuevos ciclos de violencia.

Lo que se firma hoy no surge de la voluntad de paz de Hamas ni de Israel. Surge porque la comunidad internacional, liderada esta vez por el presidente de Estados Unidos, presionó hasta el límite. Washington entendió que la inacción era complicidad y que el conflicto podía desbordar la región. Y lo hizo acompañado por la diplomacia árabe —Egipto, Qatar, Arabia Saudita y Jordania—, que asumieron un rol clave, obligando a Hamas a liberar rehenes y a Israel a retirarse de los territorios que ocupó tras el 7 de octubre. Sin esa acción coordinada, seguiríamos contando cadáveres.

El acuerdo de hoy debe ser leído como lo que es: una derrota para la arrogancia de Hamas y de Israel, dos actores que utilizaron a la población civil como escudo y como víctima. Uno, secuestrando y asesinando; el otro, ocupando, bombardeando y castigando colectivamente a un pueblo entero. Ambos han cometido crímenes que la historia registrará con vergüenza.

La liberación de los rehenes y la retirada israelí de Gaza no borran el horror vivido, pero abren una posibilidad mínima de futuro. Palestina necesita libertad y un Estado propio. Israel necesita seguridad sin vivir rodeado de odio. Y ambos pueblos necesitan, sobre todo, dirigentes que no apuesten al crimen como estrategia política.

Este acuerdo no puede quedar en papel mojado. El mundo debe vigilar, denunciar y sancionar a quienes pretendan torpedearlo. La paz en Gaza es un imperativo moral, no una opción diplomática. Porque después de tanta sangre derramada, lo único que ya no se tolerará son más excusas.

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