Medio Oriente en llamas. Una chispa más en el polvorín global
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Por José Pedro Cardozo
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El bombardeo estadounidense contra instalaciones nucleares de Irán, en coordinación tácita con la ofensiva israelí, no solo reconfigura el equilibrio geopolítico en Medio Oriente, sino que suma una nueva capa de peligro a un escenario internacional ya saturado de tensiones. Cuando aún no se ha resuelto la guerra en Ucrania y se mantiene la presión constante en el eje China-Taiwán, esta nueva crisis amenaza con convertir los conflictos regionales en una peligrosa telaraña de alcance global.
En primer lugar, la reacción iraní es el principal interrogante que inquieta a las cancillerías del mundo. Las advertencias del líder supremo Alí Jamenei sobre una “respuesta proporcional y devastadora” no deben ser leídas como mera retórica. Irán tiene una capacidad real —y probada— para activar represalias en múltiples frentes: desde ataques directos a bases estadounidenses en la región, hasta operaciones encubiertas, secuestros o atentados contra intereses occidentales en distintos continentes. Y si Teherán optara por bloquear el estratégico estrecho de Ormuz, el impacto sería inmediato y brutal en los mercados de energía, disparando los precios del petróleo y provocando una sacudida económica planetaria.
A esto se suma la posibilidad de un colapso interno del régimen iraní. El bombardeo fue también un golpe simbólico a la narrativa de fortaleza de la República Islámica. La destrucción de instalaciones que se presentaban como emblemas del poderío científico-militar puede generar fracturas en la elite política y religiosa. Si sectores del aparato de seguridad comienzan a ver en Jamenei un obstáculo para la supervivencia del sistema, podríamos estar ante el preludio de una crisis interna de proporciones, incluso con riesgos de una guerra civil que desestabilice todo el golfo Pérsico y Asia Central.
Sin embargo, en una ironía trágica, el ataque puede fortalecer la determinación del régimen iraní de conseguir la bomba nuclear. La lección norcoreana —donde el armamento atómico ha servido como seguro ante agresiones externas— puede volverse un argumento de peso para Teherán. Aunque las instalaciones nucleares hayan sido golpeadas, el conocimiento técnico y científico permanece. El riesgo de una carrera nuclear clandestina, con ayuda externa de países como Corea del Norte o incluso Rusia, no puede ser ignorado.
Del lado opuesto, actores como Israel y Arabia Saudita emergen como claros beneficiarios del conflicto. Para el gobierno de Benjamin Netanyahu, la destrucción de los avances nucleares iraníes representa una victoria estratégica que refuerza su imagen de potencia regional decisiva. Y para Arabia Saudita, debilitado Irán, se abre un espacio para consolidar su influencia política y religiosa. La convergencia de intereses entre ambos podría cristalizar en una alianza abierta, lo que modificaría radicalmente el tablero geopolítico del Medio Oriente.
Pero el efecto dominó no termina allí. El bombardeo a Irán no ocurre en un vacío: se inscribe en un contexto donde el multilateralismo se encuentra en crisis y donde los equilibrios globales están cada vez más erosionados. Rusia puede usar esta escalada para desviar la atención de su invasión a Ucrania, mientras que China observa con preocupación cualquier alteración en las rutas energéticas y comerciales vitales para su economía. Todo indica que el orden internacional posterior a la Guerra Fría se debilita aceleradamente, dando paso a un escenario donde prima la lógica de la fuerza sobre el derecho.
El bombardeo no solo destruyó instalaciones nucleares; destruyó también lo poco que quedaba de una arquitectura internacional basada en la contención, el diálogo y el respeto a las reglas. Estamos entrando en una nueva era de conflictos interconectados, en la que cada chispa local puede convertirse en un incendio global. La comunidad internacional, si aún puede llamarse así, enfrenta un desafío mayúsculo: frenar la espiral bélica antes de que el planeta entero arda.
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