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 La Navidad es la fiesta del encuentro. Es el tiempo de la familia, del compartir, del estar presentes unos para otros, del acercarnos incluso cuando durante el año las distancias físicas o emocionales se hicieron grandes. Es también el momento de enviar un saludo cálido a quienes tenemos cerca y a otros no tanto, pero que, de algún modo, forman parte de nuestra historia y de nuestra vida. La Navidad tiene esa capacidad singular de tender puentes, de volver visibles los vínculos y de invitarnos a detenernos.

Sin embargo, no todos vivimos la Navidad de la misma manera. Para algunos es sinónimo de alegría, celebración, mesas largas, risas, regalos y recuerdos que se construyen para siempre. Para otros, en cambio, es una fecha atravesada por la tristeza. Y esa tristeza no siempre se dice en voz alta. A veces se esconde detrás de una rutina fingida, de la decisión de pasar el día en soledad, de hacer de cuenta que es “un día más”. No lo es, y todos lo sabemos.

La ausencia pesa especialmente en estas fechas. La familia que ya no está, los lugares vacíos en la mesa, las voces que el tiempo apagó hace que la Navidad deje de ser festejo para transformarse en memoria. Duele lo que fue y ya no es; duele lo que podría haber sido y no ocurrió. Para muchos, la Navidad no trae campanas sino silencios largos y preguntas sin respuesta. Y también eso forma parte de esta fecha, aunque no siempre sepamos cómo acompañarlo.

En el otro extremo están quienes celebran con intensidad. Quienes encuentran en la Navidad una excusa noble para reunirse, compartir una cena, intercambiar regalos y abrazarse sin apuro. En ese compartir esta la necesidad de sabernos acompañados, de sentir que pertenecemos, de confirmar que no estamos solos en el camino. Es una alegría legítima, tan válida como la tristeza de quienes no pueden o no quieren celebrar.

Tal vez la enseñanza más profunda de la Navidad sea aceptar esa diversidad de emociones. Comprender que no todos sentimos lo mismo y que no hay una única forma correcta de vivir estas fechas. Aun así, hay algo que nos atraviesa a todos, la invitación a mirar hacia adelante y a continuar, por los que estamos. Por quienes siguen caminando a nuestro lado, por quienes dependen de nosotros, por quienes aún podemos abrazar.

La Navidad es, en su origen, una festividad cristiana que conmemora el nacimiento de Jesucristo, celebrada el 25 de diciembre según el calendario gregoriano. Los Evangelios de Mateo y Lucas relatan que Jesús de Nazaret nació en un pesebre en Belén, y que su llegada fue anunciada por un ángel. No indican, sin embargo, el día exacto de su nacimiento. Esa fecha se definiría siglos después, en un contexto donde convivían diversas celebraciones paganas vinculadas al solsticio de invierno en el hemisferio norte.

Fue el emperador Constantino, al legalizar el cristianismo en el Imperio Romano, quien estableció el 25 de diciembre como fecha de conmemoración, probablemente para superponer la nueva fe a celebraciones más antiguas. De allí proviene también el término Navidad, del latín nativitas, que significa nacimiento. Pero más allá de su raíz religiosa, la Navidad ha trascendido credos, hoy la celebran también ateos y personas de distintas creencias como un tiempo dedicado al encuentro y a los afectos.

Estas fechas, además, coinciden con el cierre de un año. Y eso las vuelve aún más profundas. El balance aparece casi sin pedir permiso, y no siempre es positivo. Hay logros, pero también errores, pérdidas, decisiones que pesan. La Navidad y el fin de año nos empujan a reflexionar, a repensarnos, a reconocer lo que hicimos bien y lo que hicimos mal.

Quizás ahí esté su sentido más auténtico, no en la perfección del festejo, sino en la honestidad de la reflexión. En animarnos a sentir, a recordar, a agradecer y también a corregir.

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