No al sindicalismo corporativo
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
La República está diseñada para que gobiernen los ciudadanos, no las corporaciones. Y cuando estas, cualquiera sea su signo, ocupan un lugar que desborda su función natural —la defensa de intereses particulares—, el equilibrio democrático comienza a resentirse.
Ese es el nudo del problema que hoy se reabre con fuerza. No se trata, de una crítica visceral al movimiento sindical. Al contrario: muchos de sus dirigentes históricos y contemporáneos gozan de enorme respeto incluso entre quienes hoy cuestionan ciertas prácticas. El punto no es la legitimidad de la organización, sino la deriva de un sector de ella: un sindicalismo que ha dejado de ser herramienta de progreso para transformarse en freno, o peor aún, en factor de daño nacional.
El caso portuario y pesquero es emblemático. Uruguay, que alguna vez llegó a tener 200 barcos faenando, hoy ve reducida su flota a una cuarta parte. El cierre de facto de oportunidades laborales mediante mecanismos informales de control sindical, no solo vulneró el derecho fundamental al trabajo, sino que actuó como un tiro en el pie de una actividad estratégica. Algo similar ocurre con las paralizaciones portuarias que se repiten desde octubre: en un país obligado a competir con terminales mucho más grandes y eficientes, detener operaciones equivale a renunciar voluntariamente al desarrollo. El resultado es previsible: pérdidas millonarias, incertidumbre para los inversionistas y un retroceso competitivo difícil de revertir.
Conaprole es otro ejemplo doloroso. La cooperativa más emblemática del país, símbolo de arraigo productivo y orgullo exportador, se ha visto constreñida por exigencias gremiales imposibles de replicar en el resto de la industria. Mientras las plantas pequeñas caen, Conaprole empieza a sentir el impacto de un modelo sindical que, lejos de defenderla, parece decidido a poner en riesgo su sostenibilidad futura. Un suicidio anunciado.
Pero quizás el terreno donde más se sienten los efectos —aunque todavía con impacto diferido— es la educación. Allí, los niños se han convertido en rehenes de un reflejo sindical que solo encuentra en el paro su forma de expresión política. Lo que debería ser una respuesta creativa y firme ante la violencia —como ocurrió con la reciente agresión a una maestra enMontevideo — termina, en una suspensión de actividades que nada resuelve y sí profundiza la intermitencia educativa.
La resistencia a los cambios pedagógicos, vista por algunos sectores como “neoliberalismo”, completa un cuadro inmovilista que amenaza con devolver al país a modelos ya superados en el mundo.
El gobierno enfrenta un dilema complejo. Su proyecto se apoya en la reactivación económica, en atraer inversión y generar certezas. Sin embargo, esos objetivos chocan con la furia corporativa de algunos sectores gremiales que operan como si estuvieran desconectados de la realidad productiva y social del país. A esto se suma la frustración en áreas como la educación, donde la expectativa de alcanzar el 6 + 1 quedó opacada por limitaciones presupuestales que alimentan aún más el conflicto.
Uruguay necesita sindicatos fuertes, sí, pero también responsables. Necesita democracia, no corporativismo. Y necesita, urgentemente, recuperar el sentido común: que la defensa de un interés particular jamás puede ir por encima del interés de todos. Porque cuando la corporación eclipsa al ciudadano, pierde el país entero.
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