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Todo indica que 2026 podría ser un muy buen año para Uruguay. No se trata de una expresión de deseo ni de voluntarismo político, sino de un diagnóstico que incluso observadores externos, como el reconocido periodista internacional Thomas Friedman, coinciden en señalar. Al cerrar este año y proyectar el próximo, el país aparece bien posicionado en un contexto regional y global cargado de incertidumbre.

El país, consolida, una vez más, activos que no son menores: estabilidad democrática, bajo índice de corrupción, seguridad jurídica y una imagen internacional de previsibilidad y seriedad institucional. Son valores que no cotizan en bolsa, pero que pesan tanto como cualquier variable económica básica. En un mundo convulsionado, Uruguay sigue siendo visto como un socio confiable.

En materia macroeconómica, los números refuerzan esa percepción. El dólar estable en torno a los 40 pesos desde hace seis años, una inflación controlada cercana al 4,5%, un crecimiento sostenido del 2% anual, desempleo en el entorno del 7% y reservas internacionales sólidas que superan los 18.000 millones de dólares conforman un cuadro de estabilidad que guía las decisiones del empresariado local, del sistema financiero y de los inversores internacionales. No es casualidad: estas son las mismas realidades y prioridades que marcaron tanto el gobierno de Lacalle Pou, como el actual. En este punto, hay continuidad más que ruptura.

A ello se suma un escenario productivo excepcional. Los principales bienes que exporta Uruguay cotizan en precios históricos, algo que no se veía desde hace dos décadas. El país registra récords en exportación de carne, soja, celulosa y productos lácteos; la construcción mantiene niveles elevados de actividad; el sector tecnológico continúa expandiéndose; el sistema bancario muestra resultados inéditos y todo indica que la próxima temporada turística podría ser la mejor del período pospandemia. El viento de cola existe, y Uruguay navega con velas desplegadas.

Sin embargo, este escenario positivo no puede ocultar una realidad incómoda: Uruguay arrastra cuatro problemas endémicos graves, largamente diagnosticados y aún no resueltos. Son las verdaderas pruebas que el actual gobierno debe enfrentar si pretende transformar estabilidad en desarrollo.

El primero es la educación. Los resultados siguen siendo insuficientes, especialmente en la educación media, con altos índices de desvinculación y aprendizajes desiguales. Sin una reforma profunda, sostenida y consensuada, el país compromete su capital humano y su capacidad futura de competir en una economía cada vez más basada en el conocimiento.

El segundo es la seguridad pública. Más allá de mejoras puntuales, la sensación de inseguridad persiste y golpea con más fuerza en los barrios más vulnerables. El narcotráfico, la violencia y el delito organizado siguen siendo amenazas reales que requieren políticas firmes, coordinadas y de largo plazo.

El tercer problema es el elevado costo del Estado y la baja competitividad. Uruguay es caro para producir, invertir y vivir. La presión fiscal, las tarifas públicas y la rigidez estructural afectan a empresas y trabajadores, limitando el crecimiento y la generación de empleo de calidad.

El cuarto desafío es el empleo y la calidad del trabajo. Si bien las cifras de desempleo son moderadas, persisten problemas de informalidad, baja productividad y dificultades para insertar a jóvenes y personas mayores de 50 años en el mercado laboral.

Uruguay tiene hoy una oportunidad histórica. Las condiciones externas e internas son favorables, pero el tiempo no es infinito. La estabilidad es un activo, no un fin en sí mismo. Convertirla en desarrollo, equidad y futuro dependerá de si el gobierno se anima —esta vez sí— a enfrentar de raíz los problemas crónicos que el país arrastra desde hace décadas.

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