Woke: ¿la nueva ortodoxia del resentimiento?
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Por José Pedro Cardozo
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En las últimas décadas, el llamado fenómeno woke ha pasado de ser una consigna marginal vinculada a ciertas luchas por los derechos civiles a transformarse en una corriente cultural hegemónica, que permea todos los ámbitos: la política, la educación, la ciencia, la medicina y el entretenimiento. Lo que en su origen podía haber tenido una intención emancipadora se ha vuelto, paradójicamente, una ideología dogmática, intolerante y profundamente autoritaria. Su lógica no es la del diálogo ni la búsqueda de verdad, sino la de la imposición de una narrativa única, revestida de una retórica moralista que no admite disidencias.
Bajo la apariencia de defender derechos humanos, esconde una cosmovisión basada en el voluntarismo radical y una negación sistemática de los límites: biológicos, racionales y culturales. Se parte de la premisa de que la realidad debe amoldarse a las emociones, percepciones o auto identificaciones de cada individuo o grupo, sin importar las consecuencias sociales, médicas o legales. Quienes se atreven a cuestionar estos postulados —por ejemplo, defendiendo la evidencia científica sobre el sexo biológico, el rol de la familia en la crianza, o la importancia de la responsabilidad individual— suelen ser criminalizados, cancelados o acusados de intolerancia.
Esta nueva guerra cultural no es superficial: se libra en terrenos profundos y simbólicos, como el lenguaje, la infancia, la sexualidad, la noción de persona, la maternidad y la paternidad. El wokismo no sólo desafía estructuras tradicionales —algo legítimo en cualquier democracia—, sino que pretende abolirlas sin ofrecer un modelo sostenible de reemplazo. Existe una obsesión inquietante con la sexualización temprana, la disolución de la figura paterna, la demonización de la masculinidad y la ridiculización de la maternidad como acto de sumisión. Todo lo que evoque un orden anterior es automáticamente tildado de opresivo.
Desde una perspectiva filosófica, algunos pensadores han caracterizado al wokismo como un fenómeno negacionista de la complejidad humana. Al priorizar la “identidad colectiva” por encima de la singularidad personal, se disuelve al individuo en un mar de etiquetas. El resultado es una cosmovisión que no promueve la superación de las dificultades ni la autodeterminación, sino la victimización perpetua. Como bien advertía Nietzsche, detrás de esta ideología no subyace tanto una motivación económica —aunque la haya— sino un profundo resentimiento y una voluntad de poder. El objetivo no es construir una sociedad más justa, sino vengarse del orden anterior, culpándolo de todas las frustraciones individuales.
Por lo señalado, se entiende que el wokismo no sería tanto la causa de los males actuales como su consecuencia. El debilitamiento de los lazos familiares, la soledad, la falta de comunidad y de referentes estables habrían creado el terreno fértil para una ideología que promete pertenencia a través de una identidad impuesta y una moral de grupo. Pero como toda solución tóxica, sus efectos son corrosivos: no libera, atomiza; no protege, expone; no construye, cancela.
Es hora de que los sectores racionales, progresistas o conservadores, se atrevan a repensar el fenómeno con espíritu crítico, sin miedo a los epítetos ni a la cultura de la cancelación. La libertad no puede sostenerse si renunciamos a la verdad y al diálogo en nombre de una supuesta inclusión que, en el fondo, no hace más que uniformar, dividir y reprimir.
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