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Días pasados fue entregado el Premio Nobel a la venezolana María Corina Machado, paladín de la resistencia venezolana contra la narco dictadura chavista de Nicolás Maduro y sus secuaces. María Corina salió de Venezuela para llegar a Oslo y celebrar el galardón, que fue recibido por su hija, ya que ese día aún no había podido huir del escondite desde el cual enfrenta a un ejército corrupto y sanguinario, a cárteles de la droga como “Los Soles”, a la inteligencia cubana y a organizaciones terroristas iraníes. Una mujer que, además del Nobel, merece la admiración, el respeto y hasta la idolatría de quienes aman la libertad y la democracia. Con su lucha ha demostrado a la izquierda marxista y a cuanto movimiento feminista existe que las mujeres están plenamente capacitadas y que no necesitan una ley de cuotas para ocupar los primeros sitios de poder.

María Corina ha dedicado su vida, ha sacrificado a su familia, sus emprendimientos económicos y todo aquello por lo que normalmente se lucha en la vida, para cambiar un sistema de gobierno corrupto y sanguinario. Siendo muy joven se enfrentó al propio Hugo Chávez, el “emperador venezolano”, el “míster petróleo”, en una comparecencia ante el Parlamento venezolano. Con voz firme le dijo basta de discursos alejados de la realidad y le arrojó al rostro la verdad de las mujeres venezolanas. El dictador atinó a burlarse y le respondió que las águilas no cazaban moscas: el águila era él y la mosca, María Corina. Chávez murió y será recordado como lo que fue: un corrupto sanguinario. María Corina, en cambio, vivirá por siempre y su legado será eterno.


Estados Unidos ha cercado a Venezuela; su flota está pronta para actuar y capturar a la mafia que la gobierna. Las negociaciones para una salida pacífica parecen fracasar, y ojalá fracasen. Una salida pacífica significaría la libertad de Maduro, su amnistía y una vida llena de placeres en Turquía, donde lo esperan miles de millones de dólares robados al pueblo venezolano. Él y sus secuaces se irían ricos, dejando sumergido en la pobreza a un pueblo entero y, lo que es peor, con inmunidad por sus crímenes y torturas. Maduro debe ser capturado, juzgado, despojado de todos sus bienes y encarcelado.


Estamos en contra de cualquier intervención militar extranjera en un país, bajo cualquier pretexto. Pero la pregunta que debemos hacernos es: ¿cuál es el mal menor? Estoy seguro de que el pueblo venezolano pide a gritos que entren a capturar a sus gobernantes, que se los lleven y que les devuelvan la libertad. Están dispuestos a pagar un precio muy alto para recuperarla, para reunirse con sus familiares presos o exiliados, todo antes que seguir viviendo de este modo.


La vida los ha puesto en esta encrucijada y, si Estados Unidos no actúa, se perderán varias generaciones esperando una libertad que tal vez nunca llegue. La alternativa es seguir viviendo en la pobreza, encarcelados y torturados. Esto debe terminar ya y, si es con intervención extranjera, que así sea.


No puedo escuchar los eufemismos hipócritas de quienes afirman que los problemas de los venezolanos deben resolverlos los propios venezolanos. ¿Es que no se dan cuenta de que no pueden hacerlo? ¿Olvidan acaso a quién pidió ayuda Tabaré Vázquez durante el litigio con Argentina por las papeleras? Hay momentos en los que la neutralidad no es prudencia, sino complicidad, y la intervención deja de ser dominación para convertirse en liberación. Como advirtió Albert Camus: “La libertad no se concede; se conquista”. En Venezuela, esa conquista ya no admite más dilaciones.

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