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En la actualidad, resulta casi inevitable reconocer que las redes sociales y el uso intensivo de internet han modificado de manera profunda nuestras costumbres. La forma de informarnos, de comunicarnos y, especialmente, de leer, ya no es la misma. Da la impresión —y no sin fundamento— de que los libros ya no ocupan el lugar central que supieron tener durante décadas. Basta con una rápida ojeada por redes como Instagram, Facebook o X para advertir que la lectura sostenida ha cedido terreno frente a la inmediatez del mensaje breve, muchas veces pobre en vocabulario y plagado de errores que ya no son simples faltas de ortografía, sino verdaderos horrores ortográficos.

El empobrecimiento del lenguaje no es un fenómeno menor. Las palabras son herramientas de pensamiento, y cuando el vocabulario se reduce, también se limita la capacidad de reflexionar, argumentar y comprender la complejidad del mundo. En ese sentido, el libro en formato papel continúa siendo un bastión insustituible. No solo por su contenido, sino por la experiencia que propone: la lectura pausada, la concentración, el diálogo silencioso entre el autor y el lector. Algo que difícilmente puede lograrse en medio del bombardeo constante de estímulos digitales.

Es cierto que internet ha puesto el conocimiento al alcance de todos como nunca antes en la historia. En cuestión de segundos se puede acceder a bibliotecas enteras, documentos históricos, investigaciones científicas y obras literarias de todo el mundo. Sin embargo, esa poderosa herramienta no siempre está siendo utilizada en toda su plenitud. Muchas veces se la emplea para el consumo rápido y superficial de información, dejando de lado la lectura profunda y reflexiva que los libros —especialmente los impresos— siguen ofreciendo.

En este contexto, los libros que narran nuestro pasado y dan cuenta de nuestra identidad adquieren un valor aún mayor. Son testimonios irremplazables de una historia rica y compleja que no debería quedar relegada al olvido. En Salto existen ejemplos claros y preocupantes. La Historia de Salto de Miranda y Fernández Saldaña, obra ganadora del concurso convocado por el Ateneo de Salto y que ya tiene un siglo de existencia, es hoy casi imposible de encontrar. Por increíble que parezca, ni este libro fundamental ni el del presbítero Firpo, editado con anterioridad, han sido reeditados.

Lo mismo puede decirse del Heraldo Salteño de 1956, una publicación clave para comprender la vida social, política y cultural de la época. Estos textos, lejos de ser simples reliquias, constituyen fuentes primarias de enorme valor para investigadores, estudiantes y para cualquier ciudadano interesado en conocer sus raíces. Sin embargo, permanecen fuera del alcance del público, como si el pasado no mereciera ser releído ni transmitido a las nuevas generaciones.

Cabe entonces preguntarse: ¿no hay interés en conocer, leer y estudiar estos libros? ¿O se trata más bien de una falta de iniciativas concretas para preservarlos y difundirlos? En este punto, el rol de las instituciones públicas resulta fundamental. ¿No podría la Intendencia de Salto impulsar la reedición de estas obras, ponerlas nuevamente a la venta y, al mismo tiempo, recuperar el costo de la impresión? Sería una inversión cultural con beneficios a largo plazo, no solo económicos, sino también educativos y sociales.

Reeditar libros históricos no es un gesto nostálgico, sino un acto de responsabilidad cultural. Significa apostar a la memoria colectiva, al fortalecimiento de la identidad local y al estímulo de la lectura en un tiempo dominado por la fugacidad digital. Los libros de papel siguen teniendo —y tendrán— una importancia vital. Son anclas en medio de la vorágine informativa, refugios de conocimiento y puentes entre el pasado, el presente y el futuro. He ahí, sin dudas, una tarea impostergable a acometer.

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