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Vivimos en un tiempo extraño. Un tiempo en el que —según parece— todo debe ser políticamente correcto. Un tiempo donde hay frases que no se pueden pronunciar, hechos que no se pueden señalar y verdades históricas que deben maquillarse para evitar que algunos se enojen. La corrección política se ha convertido, en muchos ámbitos públicos, en una especie de corsé que limita el debate y condiciona lo que puede decirse en voz alta. Y cuando esa lógica entra a las instituciones, el problema deja de ser anecdótico para transformarse en un obstáculo serio para la convivencia democrática. El pasado 25 de noviembre, la Junta Departamental de Salto realizó una sesión extraordinaria con el propósito de conmemorar los 40 años del retorno a la democracia en Uruguay. Una instancia que debería prestarse naturalmente a la reflexión profunda, al análisis honesto de lo ocurrido y a la reafirmación del compromiso institucional con la verdad histórica. Sin embargo, lo que se vio en sala fue otra cosa.

Los discursos de la mayoría de los integrantes de la CORE se mantuvieron dentro de un tono moderado, casi excesivamente conciliador, buscando —de un modo evidente— congraciarse con los ediles y oradores del Frente Amplio. Mensajes cuidados, tibiamente críticos, estructurados para no molestar. Un ejercicio clásico de corrección política institucional.

En contraste, los discursos de los representantes del FA fueron de un tono muy distinto: incisivos, cargados de interpretaciones sesgadas y, en algunos pasajes, solapadamente agresivos. No sorprendió, porque hace años viene ocurriendo lo mismo: un relato que coloca a una parte del país en el rol de victimario absoluto y a la otra como víctima impoluta, sin admitir complejidades ni corresponsabilidades históricas.

En ese clima, mi intervención generó revuelo. Señalé lo que para muchos es incómodo pero históricamente cierto: que el quiebre democrático tuvo responsabilidades compartidas, y que no puede analizarse sin reconocer tanto la sedición armada que tomó las armas para derribar el sistema, como la respuesta del aparato estatal ante ese levantamiento. Sostuve —y sigo sosteniendo— que una democracia madura exige honestidad histórica, equilibrio y disposición a revisar el pasado sin tabúes ni mitificaciones. Reclamar que se cuente la historia tal como fue, y no mediante verdades a medias, no debería ser motivo de escándalo.

Sin embargo, varios ediles del FA manifestaron sentirse heridos por estas afirmaciones, y —para sorpresa de muchos— también algunos integrantes de la propia CORE se molestaron por el “tono” y el “contenido” del discurso. Parecería entonces que la CORE debe guardar una suerte de reverencia tácita hacia el FA. Que no puede cuestionar determinados relatos porque corre el riesgo de ser acusada de ofender sensibilidades. Como si los representantes de la CORE debieran caminar con la cabeza gacha y pedir disculpas por existir, mientras que el FA puede presentarse con la frente en alto, orgulloso de un relato propio que no admite matices.

En tiempos de corrección política, pareciera que los únicos obligados a practicarla son quienes integran la CORE. Y allí surge la pregunta inevitable: ¿es correcto ser políticamente correctos? ¿Debemos ser condescendientes y conciliadores frente a discursos agresivos, tergiversados o abiertamente injustos? ¿Es democrático callar para no incomodar?

Para mí, la respuesta es clara: no.
Si ser políticamente correcto implica hacer silencio frente a la mentira; si significa permitir que se instalen discursos sesgados sin dar la discusión; si obliga a bajar la cabeza frente a embates retóricos disfrazados de memoria histórica; si supone renunciar al deber institucional de decir la verdad aunque incomode… entonces prefiero ser políticamente incorrecto.

Prefiero levantar la voz incluso si eso provoca censura —explícita o implícita— de propios y ajenos. Porque la democracia no se defiende con silencios culposos ni con discursos edulcorados. Se defiende ejercitando la crítica responsable, la honestidad histórica y el coraje cívico.

Hoy más que nunca necesitamos dejar de ser medrosos y timoratos. Necesitamos hablar con claridad, sin eufemismos y sin temor a las reacciones. Porque si la corrección política se vuelve más importante que la verdad, entonces ya no estamos celebrando 40 años de democracia: estamos renunciando a ella.

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