¿Puede el Estado emocionarse?
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Jorge Pignataro
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jpignataro@laprensa.com.uy

Leí hace pocos días, un artículo de opinión firmado por Laura Méndez. No conozco a esta periodista, sé que es uruguaya y me pareció sumamente interesante su planteo. Hablaba sobre la pertinencia o no, que figuras públicas que representan a todo un Estado (ejemplo senadores, diputados, ministros...) realicen determinados actos en público que pongan en tela de juicio su rectitud como autoridades. No estamos hablando de cometer delitos, hablamos simplemente de actos como aparecer en algún video bailando (quizás con una copa de vino en la mano), cantando en una rueda de boliche, tocando un tambor, etc.
La posición de la referida periodista estaba muy clara en el artículo: esas cosas, entiende ella que no deben suceder cuando se trata de altas jerarquías de un Estado. Y manejaba algunos ejemplos: que una vez la entonces ministra Ma. Julio Muñoz apareció en un video bailando sobre una mesa, que recientemente se la vio ala actual Ministra de Defensa Sandra Lazo cantando un tango en un boliche de la Ciudad vieja, entre otros.
En cambio, yo confieso que no tengo una posición tan clara, tan tajante. Debe ser porque para mí, difícilmente esté tan claramente delimitado lo que está bien y lo que está mal. Debe ser porque para mí, no todo es blanco o negro.
Es entonces que ese artículo me llamó a la reflexión, y es a eso, nada más que a una reflexión (sin tomar partido de forma tajante) a lo que quiero invitar ahora a los lectores.
Las imágenes de representantes del gobierno en situaciones informales (como ya fue dicho: bailando, cantando o simplemente relajándose en espacios públicos) suelen generar opiniones divididas. Algunos las ven como gestos de cercanía y humanidad; otros las interpretan como una falta de decoro incompatible con el rol institucional que representan. Pero, más allá de los juicios morales o políticos, lo que estas escenas revelan es una tensión siempre presente entre lo público y lo privado, entre el individuo y la institución.
¿Dónde termina la persona y empieza el Estado? ¿Hasta qué punto un ministro o persona con una investidura similar puede permitirse expresiones espontáneas sin comprometer esa investidura? La respuesta no es simple, y seguramente tampoco definitiva. Porque, si bien es cierto que ocupar un cargo público implica una exposición mayor y ciertas renuncias en la vida cotidiana, también lo es que esas figuras siguen siendo, ante todo, seres humanos.
En un mundo hiperconectado, donde cada gesto puede viralizarse y transformarse en símbolo, la dimensión simbólica de lo público se vuelve cada vez más frágil. Lo que antes era anecdótico, hoy puede convertirse en noticia o en motivo de escándalo. Y esa presión constante obliga a repensar cómo deben actuar quienes ocupan cargos de responsabilidad.
Al mismo tiempo, cabe preguntarse si no estamos exigiendo a nuestras autoridades una especie de sobriedad forzada que, en el fondo, también las deshumaniza. ¿Queremos gobernantes distantes, contenidos, impermeables? ¿O preferimos personas capaces de conectar con lo popular, de mostrarse tal como son, aunque eso implique ciertos riesgos de interpretación?
Tal vez no haya una única forma correcta de ejercer la función pública. Tal vez el equilibrio esté en la conciencia de que cada gesto comunica, sí, pero también en la autenticidad de quienes, sin dejar de asumir el peso del cargo, siguen siendo capaces de emocionarse.
Porque a veces, cuando el Estado canta, también dice algo. Usted decide.
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