
¿Por qué leer hoy a… Quiroga?
Convivo desde hace más de cuarenta años con estas imágenes: la de una tortuga arrastrando a un hombre moribundo hasta llevarlo a su salvación, la de los flamencos usando víboras como medias. Después vinieron a habitarme otras: la de un padre cruzando desperado la selva para buscar a su hijo, la de un parásito descubierto al cortar la funda de un almohadón de plumas. Es que uno lee a Quiroga y sus historias se quedan grabadas. Cuando eres docente de literatura y te vuelves a encontrar, muchos años después, con quienes fueron tus alumnas y alumnos, es inevitable que los textos que más recuerden sean los del salteño. Estoy seguro de que a muchos de ustedes les pasa lo mismo. Ahora estarán reviviendo estos y otros cuentos (probablemente uno sea “La gallina degollada”). ¿Por qué sucede esto? Una de las razones puede estar en el tema de la muerte y la vida trágica del autor. Este tema se le volvió inevitable, había que purgar en la escritura tanto dolor, tanta tragedia vivida. Es que además, la muerte en su obra no es una muerte tranquila, natural, es siempre impactante, violenta, sorpresiva, fantástica. Esas muertes que no deberían suceder, pero suceden.
Ahora bien, cuando uno se vuelve lector de Quiroga empieza a presentir la muerte. Cada historia pasa a ser una “crónica de una muerte anunciada”. Sin embargo, la narración sigue impactando y se disfruta de esto. Quizás lo del disfrute pueda parecer una atribución poco feliz, porque uno además sufre con lo que lee. Estoy hablando acá del goce estético de lo que está bien contado. Es que Quiroga hace fácil nuestra “suspensión de la incredulidad”, el hacernos olvidar que lo que estamos leyendo es ficción, incluso en sus cuentos donde hay vampiros o personajes que salen de la pantalla de un cine. Todo en el cuento (el género en el que es un maestro) está en función de cumplir con algunos puntos centrales de su decálogo: hacer que las tres líneas iniciales sean tan importantes como las últimas, conducirnos hasta el desenlace con maestría. Quiroga es un escritor a lo Hansel y Gretel, va colocando piedritas a lo largo del cuento, casi imperceptibles, pero que son el camino para llegar al final de la historia. Sin saberlo uno ha pisado esas piedras y recién en el desenlace se ha dado cuenta de ello. El otro punto clave es la verosimilitud. La coda final de “El almohadón de plumas” es el gran ejemplo: “Estos parásitos de las aves… y no es raro encontrarlos en los almohadones de pluma”. Ni bien uno termina de leer corre a deshacerse de su almohadón. Así, el cuento ha invadido nuestro mundo real. Solo un maestro de la escritura puede hacer eso.
Rafael Fernández Pimienta, escritor y docente.
(Colaboración especial para Punto y Aparte)