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El intendente de Salto deja su cargo en medio de un panorama desolador. Su salida no está marcada por logros de gestión ni por un legado positivo, sino por una administración consumida por la militancia política, las denuncias de presunta corrupción y un endeudamiento sin precedentes en la historia del departamento. Su transformación política ha sido notoria: de los valores de humildad con los que inició su carrera, pasó a un ejercicio del poder teñido de soberbia, clientelismo y nepotismo.

Desde el comienzo, su administración giró en torno a la militancia partidaria, pero lejos de fortalecer la gestión, esta terminó devorándola. La Intendencia se convirtió en un comité político donde el "dedazo" fue la norma, con familiares de ediles, sindicalistas y punteros políticos accediendo a cargos en la intendencia o bajo contratos precarios , sin derechos laborales básicos como licencias, aguinaldo o acceso a la salud. La renovación de estos contratos dependía no de su desempeño, sino de su compromiso con la campaña electoral.

Las promesas que marcaron sus campañas nunca se concretaron. En su primer mandato, se comprometió a reparar la Avenida Manuel Oribe, anunciándolo con carteles en cada columna, pero la obra jamás se realizó. La Central Hortícola, un proyecto que prometía ser un impulso económico, no logró vender ni siquiera la mitad de sus puestos.

Quizás su mayor despliegue de promesas vacías fue la ambiciosa presentación de megaproyectos como barrios privados, universidades, hoteles, canchas deportivas y cadenas de restaurantes, con la supuesta generación de miles de empleos. Sin embargo, ni siquiera pudo cambiar la categorización de los terrenos de rurales a urbanos, dejando todas estas iniciativas en meras ilusiones de campaña.

El acceso a la vivienda también quedó relegado a la manipulación electoral. Los terrenos cedidos a cooperativas de vivienda en la ex chacra municipal nunca pasaron por la Junta Departamental ni contaron con los servicios esenciales que exige la ley para construir. En los contratos, casualmente firmados en épocas electorales, se establecía que las familias no podían construir. Incluso a los militares se les prometieron terrenos para viviendas que nunca se concretaron.

El saldo económico de su gestión es alarmante: una deuda de 55 millones de dólares al cierre del quinquenio, un récord negro en la historia de las intendencias del país. Se cerraron museos, el zoológico y se retiraron los ómnibus los fines de semana. En las últimas semanas, intentó despedirse inaugurando obras financiadas en su mayoría por el gobierno central, con apenas un 15 % de aporte departamental.

La realidad quedó expuesta en la última Rendición de Cuentas, donde el rubro de obras aparece con cero pesos invertidos. Salto está de rodillas, sumido en una década de decadencia.

Su salida del cargo no estuvo exenta de escándalos. A último momento, debió cambiar la financiación de la ceremonia de traspaso de mando y festejos porque  se vio envuelto en una polémica por el pago a una banda musical, expuesto por un artista que admitió públicamente que la Intendencia financiaba su contratación, motivo por el cual no pedía seña.

Pero no se va con las manos vacías. Deja una Intendencia al borde del colapso financiero, una denuncia millonaria por ceder terreno privado a una cooperativa y su hermano consolidado como diputado y candidato a intendente , además de un "cargo consuelo" en Mevir.

En Salto, el significado de "¡Viva la Pepa!", expresión histórica de libertad y progreso, ha cambiado radicalmente. En la última década, gracias a la gestión de Andrés Lima, se ha convertido en sinónimo de relajo.

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