¿Convergencia fiscal o espejismo recaudador?
- Por Correo de los Viernes

La estrategia fiscal se apoya en nueva carga impositiva y supuestos de crecimiento excesivamente optimistas, por decir lo menos, sin recortes significativos en el gasto público. El Poder Ejecutivo presentó al Parlamento un proyecto de presupuesto que se autodefine como “ambicioso y audaz”, pero que genera más dudas que certezas. El discurso oficial promete reducir el déficit fiscal desde 4,2% del PIB en 2025 a 2,7% en 2029, apoyándose en un supuesto crecimiento económico que muchos analistas califican de excesivamente optimista. La pregunta es si estamos ante un plan realista o frente a una cortina de humo impositiva.
El diseño presupuestal mantiene un patrón: la imposibilidad política de priorizar en qué gastar, prefiriendo siempre el incremento del gasto público. Nadie discute la eliminación de erogaciones que ya no responden a las necesidades del país. Ante esta inercia, el ajuste solo se logra por dos vías: nuevos impuestos y la expectativa de un crecimiento elevado.
El presupuesto 2025 sigue esa receta. Incorpora tres medidas fiscales clave:
Impuesto Mínimo Complementario Doméstico (IMCD): replica el estándar global de la OCDE imponiendo una tasa mínima efectiva del 15% a multinacionales. El gobierno lo presenta como “localización de recaudación”, pero en la práctica erosiona los incentivos históricos a la inversión extranjera directa.
Cambios al IRPF: gravamen a rentas por activos en el exterior, reglas anti-abuso y algunas deducciones menores como por adopciones de menores.
“Impuesto Temu”: IVA del 22% a compras digitales del exterior, con una franquicia reducida a tres envíos anuales de hasta U$S 800.
Más allá del discurso de modernización, estas medidas suponen una mayor carga tributaria para familias y empresas, sin que haya un ajuste paralelo en el gasto.
El Poder Ejecutivo basa su plan en que la economía crecerá en promedio 2,4% anual entre 2025 y 2029. Pero después del rebote de 2024, el PIB ya se encuentra cerca de su nivel potencial. Sin nuevas dinámicas de capital, empleo y productividad, ese crecimiento se vuelve improbable. Y el contexto internacional tampoco ayuda: un mundo con restricciones comerciales, una estrategia local más alineada con el proteccionismo brasileño y costos internos que no bajan.
Además, el presupuesto no mueve la aguja en competitividad: la marcha atrás en la desindexación del precio de combustibles y la fijación de tarifas por encima del precio de paridad de importación son señales preocupantes.
A esto se suman factores que minan el clima de negocios: conflictos sindicales prolongados que paralizan sectores estratégicos, actitudes permisivas del Ministerio de Trabajo, y discursos internos que agitan la idea de “más impuestos a los ricos”. Ni qué hablar del cuestionamiento, desde el “diálogo de la seguridad social”, a la reforma de 2023, con propuestas de aumentar cargas a las empresas.
Si el crecimiento proyectado no se materializa —y todo indica que será así—, el ajuste fiscal se quedará corto y el país ingresará en una zona de riesgo. No habrá convergencia, sino un deterioro mayor. Porque, salvo un shock positivo inesperado, lo que hoy se vende como prudencia fiscal puede terminar siendo una apuesta riesgosa que compromete la competitividad y el bolsillo ciudadano.
En definitiva, se privilegia recaudar antes que reformar, cargar sobre empresas y familias antes que repensar el Estado. El resultado podría ser un espejismo: equilibrio fiscal prometido, pero sin crecimiento ni inversión que lo sostenga.
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