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En Uruguay estamos nuevamente frente a un debate complejo, sensible y profundamente humano: la legalización de la eutanasia. El próximo martes habrá una discusión clave en el Parlamento; esta tardecita en Salto, por calle Uruguay, habrá una movilización de plaza a plaza de quienes se oponen a la ley. Parece un buen momento para compartir nuestra opinión, de la forma más concisa y clara posible. Un proyecto de ley ya aprobado en Comisión y próximo a ser discutido en el plenario de Diputados propone permitir que personas con enfermedades terminales, incurables e irreversibles puedan optar por morir con dignidad, bajo estrictos protocolos médicos. A primera vista, las intenciones parecen nobles. El texto plantea salvaguardas como la evaluación médica, la ratificación de voluntad, el derecho al arrepentimiento y el respeto a la objeción de conciencia médica. En teoría, se trata de garantizar que quien ya no desea seguir viviendo con sufrimiento extremo tenga una salida legal, humanizada y controlada. Pero la pregunta inevitable es: ¿podemos confiar en que esto se mantenga dentro de esos carriles tan estrechos que pretende marcar la ley?

La historia reciente nos obliga a mirar con escepticismo. No es la primera vez que se nos promete una legislación cuidadosa y limitada que termina derivando en escenarios muy distintos a los prometidos. Hay películas que ya las vimos, ¿se entiende? Cuando se legalizó el aborto, por ejemplo, se sostuvo que sería una herramienta excepcional, un último recurso, una práctica limitada a situaciones muy puntuales. Hoy, sin embargo, los números y los relatos indican que se ha convertido en una opción frecuente, casi banalizada. Se dijo que legalizarlo salvaría vidas y reduciría su incidencia. ¿Realmente fue así? No, de ninguna manera, aunque ahora muchos prefieran mirar para otro lado.

Lo mismo, o algo muy similar por lo menos, ocurrió con la marihuana. Se prometió un mercado regulado, una mejor prevención del consumo problemático, una caída del narcotráfico. Pero la realidad es que comprar marihuana es tan fácil (o más) que antes. ¿Mejoró la salud pública? ¿Se redujo el mercado negro? Las respuestas no son claras, pero las promesas de entonces se sienten cada vez más lejanas.

Ahora se nos vuelve a decir que habrá control, garantías, y respeto por la vida hasta el último momento. Se nos dice que la eutanasia será una opción solo en casos extremos; que habrá regulaciones estrictas, seguimientos médicos, supervisión estatal. ¿Pero cómo no desconfiar? ¿Qué o quién nos asegura que esta ley no terminará abriendo la puerta a prácticas menos claras, a presiones familiares o institucionales, o incluso a decisiones tomadas sin plena conciencia ni alternativa real?

No se trata de insensibilidad ni de negar el sufrimiento ajeno. Se trata de asumir que cuando el Estado regula la muerte, entra en un terreno peligroso. Porque si fallamos en regular adecuadamente la vida (entiéndase la educación, la salud, el trabajo), ¿qué nos hace pensar que vamos a acertar regulando la muerte?

Sí, es cierto que tenemos derecho a morir con dignidad. Pero también tenemos derecho a dudar, a exigir garantías más allá del papel, a desconfiar de una clase política que muchas veces ha demostrado más voluntad de legislar por ideología que por realidad o sentido común. La buena intención (de la que no dudamos) no alcanza. No se trata de frenar el debate, sino de tener el coraje de mirar los antecedentes y preguntarnos, con seriedad, si realmente estamos preparados para esto. Porque a veces, por miedo al sufrimiento, abrimos puertas que después no sabemos cerrar.

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