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Han pasado ya casi cinco meses desde la asunción del nuevo gobierno y, a pesar de los discursos de renovación y transformación, en materia económica los uruguayos seguimos transitando por un camino que se parece demasiado al anterior. El país, en lo esencial, no ha cambiado. Las políticas macroeconómicas mantienen el mismo rumbo y las decisiones fundamentales no rompen ni con los moldes establecidos ni con los errores persistentes.

En lo que refiere a la política monetaria y cambiaria, se sigue operando bajo el mismo esquema que caracterizó a las últimas administraciones. El atraso cambiario —que afecta especialmente a sectores exportadores y productivos— continúa siendo una preocupación que, aunque reiteradamente señalada, no se enfrenta con medidas concretas. Las quejas actuales de empresarios, sindicatos y analistas son prácticamente un calco de las que escuchábamos hace un año. El peso sigue sobrevaluado, encareciendo el país en dólares, achicando márgenes de competitividad, y el Banco Central continúa priorizando el combate a la inflación con una ortodoxia monetaria que parece desconectada de la realidad productiva.

En el terreno de los salarios, la situación no es distinta. Si bien el nuevo oficialismo, liderado por el Frente Amplio, ha puesto un énfasis discursivo en proteger los ingresos más bajos, la aplicación concreta de sus lineamientos salariales no garantiza una recuperación del salario real para todos los trabajadores. Las pautas negociadas en los Consejos de Salarios contienen elementos desindexadores y, en algunos casos, aumentos que apenas empatan con la inflación proyectada. Es decir, si hay mejoras, serán parciales y desiguales. El supuesto cambio se reduce a matices, no a un verdadero giro de timón.

Tampoco hay novedades en el frente fiscal. El nuevo equipo económico ha optado por un gradualismo casi calcado al de Danilo Astori y Azucena Arbeleche. Aunque se reconoce la necesidad de corregir el déficit fiscal —que sigue en niveles preocupantes— no hay señales de reformas estructurales ni voluntad política de enfrentarlas. En su lugar, se continúa apostando a la deuda pública como solución temporaria, sin considerar el costo intergeneracional de ese endeudamiento. La meta fiscal seguirá siendo una promesa más que un objetivo alcanzable.

Pero quizás lo más preocupante de esta continuidad no sea solo la economía. Es la evidencia de que el país, políticamente, se ha empantanado en una lógica binaria, donde se alternan gobiernos sin que eso implique transformaciones sustanciales. Uruguay en 2025 se parece demasiado al de 2019, y probablemente también al de 2010. Cambian los nombres, pero no las recetas. Cambia el decorado, pero no el guion.

El ciudadano de a pie, que esperaba un aire nuevo, empieza a notar que, más allá del relato, el país se sigue moviendo dentro de los mismos márgenes estrechos de siempre. Y esa continuidad, disfrazada de alternancia, es el verdadero fracaso de una democracia que se vuelve cómoda para los políticos y desesperanzadora para los votantes.

Los barrabravas de ambos bandos —que se gritan mutuamente consignas mientras aplauden las mismas políticas con distinto color— pueden seguir festejando. Para el resto del país, el espectáculo ya perdió su gracia.

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