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Cuarenta años no son un simple aniversario. En la vida de un país representan una generación completa, una travesía lo suficientemente larga como para evaluar logros, asumir errores y preguntarse, qué hicimos con aquella conquista que, en 1985, parecía frágil, urgente y a la vez luminosa. Uruguay cumple cuatro décadas desde el retorno a la democracia tras 12 años de dictadura cívico-militar. Y aunque la memoria suele teñirse de solemnidad, este aniversario exige más que discursos protocolares: demanda un examen honesto del país que construimos desde entonces.

La dictadura fue mucho más que un paréntesis autoritario. Fue un proyecto político que buscó reconfigurar la sociedad: disciplinar sindicatos, desmantelar estructuras de participación, imponer miedo como método de orden y privatizar la vida pública desde su raíz más íntima. Al recuperar la democracia, el país abrazó una convicción que parecía indestructible: “Nunca más”. Pero el “nunca más” no se sostenía solo con el cierre de un capítulo histórico; requería construir instituciones capaces de resistir presiones, ciudadanos dispuestos a defender derechos y una cultura democrática activa, no meramente declarativa.

Las primeras décadas del retorno estuvieron marcadas por esa reconstrucción. Se reinstaló el Parlamento, se recuperaron libertades, se volvió a debatir en público sin temor, se rearmaron sindicatos y se reactivó la vida cultural. Uruguay volvió a ser un país donde disentir no era pecado y donde la prensa, imperfecta pero libre, recuperó su oficio natural: incomodar al poder. Pero también quedaron heridas abiertas. La Ley de Caducidad, el largo tironeo entre verdad y justicia, la responsabilidad del sistema político en sus ambigüedades y temores, y una sociedad que, por momentos, prefirió el silencio a la confrontación con su propio trauma.

Hoy, cuarenta años después, el país celebra su democracia, pero también la pone a prueba. Vivimos en tiempos de polarización creciente, donde las redes sociales amplifican rencores y distorsionan debates. El espacio público se vuelve más ruidoso, pero no necesariamente más profundo. Crece la tentación de reducir la política a simplificaciones emocionales, de confundir autoridad con autoritarismo, de imaginar que la democracia es un bien asegurado y no una construcción diaria. Y es allí donde el aniversario se vuelve espejoso: ¿qué hemos aprendido realmente?

Uruguay tiene razones para sentirse orgulloso: estabilidad institucional, alternancia en el poder, gobiernos de distinto signo legitimados por mayorías claras, una sociedad civil vibrante y un sistema de derechos que se ha expandido. Pero también arrastra desafíos que no se resuelven con folklore democrático: el descreimiento en los partidos tradicionales, la fragmentación del sistema político, la debilidad de la educación, el deterioro de la confianza pública y una creciente sensación de que el país se mueve más lento de lo que sus problemas requieren.

Hay, además, un riesgo más sutil: la banalización de la democracia. Cuando las nuevas generaciones no vivieron el miedo, la censura ni la arbitrariedad, la libertad puede volverse un paisaje natural, no una conquista. Ese es el terreno fértil para los discursos que prometen atajos, mano dura, soluciones mágicas o desprecio por los controles institucionales. La democracia, para sostenerse, necesita memoria activa, instituciones fuertes y una ciudadanía que entienda que el Estado de derecho es más que un trámite.

Cuarenta años después, el desafío es claro: honrar la democracia no como reliquia, sino como proyecto. No basta con recordar; hay que actualizar el pacto. Hay que discutir qué Estado queremos, cómo hacerlo más eficiente, en política, reconstruir la confianza, cómo evitar que la desigualdad erosione la convivencia. Y, sobre todo, cómo evitar que la indiferencia abra la puerta a los mismos fantasmas que creíamos derrotados.

Celebrar la democracia es necesario. Pero defenderla es urgente. Y esa tarea —hoy como hace cuarenta años— vuelve a ser responsabilidad de todos.

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