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Si de prioridades hablamos, sorprende —y por qué negarlo, indigna— ver cómo se derrochan recursos públicos en políticas que poco o nada aportan a los problemas más urgentes del país. Dinero de los contribuyentes, que deberían destinarse a la niñez desprotegida, a los indigentes que mueren en las calles, a la salud mental y a la seguridad, termina invertido en asistencialismos y contemplaciones a sectores que ya han sido más que atendidos. En este caso, nos referimos a las políticas dirigidas al colectivo LGBTIQ+.

El contraste es brutal: mientras existen carencias notorias en áreas sensibles, el gobierno anuncia con pompa que las intendencias abrirán oficinas específicas para la diversidad. El Frente Amplio celebra esta medida en el marco del Mes de la Diversidad, como si colocar un escritorio con un arcoíris en cada pueblo fuera a curar la esquizofrenia de quien no consigue medicamentos, a rescatar a los niños de la calle o a reducir la violencia creciente.

La secretaria de Derechos Humanos, Collette Spinetti, habla de “territorializar” la inclusión. Pero lo que se presenta como un avance no es más que una postal política, un gesto vacío de efectividad, diseñado para las fotos y los discursos, mientras los problemas reales siguen creciendo. Se trata de un recurso fácil para ganar aplausos, pero imposible de justificar cuando se habla de prioridades.

Como si esto fuera poco, se conoció que un espectáculo de drag se realizó en un espacio oficial de Presidencia. No cualquier lugar, sino la casa de gobierno, utilizada para un show más digno de un cabaret que de una institución del Estado. El simbolismo no es menor: cuando las instituciones se prestan para frivolidades, se degrada la seriedad que deberían transmitir.

No se trata de desconocer derechos conquistados. Nadie discute el matrimonio igualitario, la ley trans, los cupos laborales u otras reivindicaciones ya alcanzadas. Pero el reclamo permanente de nuevas oficinas, presupuestos y privilegios, mientras el país se desangra económicamente, resulta sencillamente ofensivo. Uruguay es hoy uno de los países más caros de la región, el contribuyente paga impuestos por todo, y aun así se le exige financiar agendas que ya están satisfechas.

El discurso del “impuesto al 1% más rico” es un mantra que oculta una verdad incómoda: al ciudadano común lo exprimen con tributos, mientras se destinan partidas para iniciativas que no resuelven ninguna necesidad urgente. Decir esto no es ser cavernícola, como pretenden quienes convierten su agenda en chantaje emocional: o se aplaude la purpurina, o se queda marcado como retrógrado.

La verdadera inclusión no se logra con pancartas, banderas ni oficinas coloridas. Se logra garantizando que quienes duermen en las veredas tengan un techo, que quienes sufren depresión puedan acceder a un psicólogo, que quienes trabajan honradamente vivan en un país menos inseguro. Esa debería ser la prioridad de un gobierno.

Pero lo que tenemos es un Frente Amplio que, sin recursos para cumplir su propio programa, siempre encuentra dinero para financiar este tipo de gestos simbólicos. Vallcorba ya lo dijo: no hay plata. Sin embargo, parece que para algunos colectivos sí hay un cheque en blanco.

Por eso, hablar de inclusión en estos términos es una burla. Porque se prefiere el aplauso fácil del arcoíris al trabajo duro y serio de gobernar. Y en ese desorden de prioridades, los más vulnerables de verdad siguen esperando.

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