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Uruguay, con su tradicional estabilidad política, su calidad democrática y su imagen de país ordenado en medio de una región muchas veces turbulenta, carga sin embargo con un lastre que condiciona la vida diaria de su gente: el altísimo costo de vida. Desde la canasta básica hasta los servicios más elementales, vivir en Uruguay resulta cada vez más caro, y esta realidad no solo afecta al ciudadano común, sino que también golpea la competitividad del país, desalienta la inversión y compromete el desarrollo económico sostenible.

No es novedad decir que Uruguay figura, año tras año, en los primeros lugares de América Latina en cuanto a precios elevados. Para muchos analistas, la raíz de este problema es estructural: un aparato estatal sobredimensionado, un sistema impositivo altamente regresivo y una cadena de intermediación en bienes y servicios que infla los precios sin que ello se traduzca en una mejora equivalente en calidad o eficiencia.

La presión fiscal que pesa sobre trabajadores, empresas y consumidores es uno de los principales motores del encarecimiento. A diferencia de otros países donde el consumo tiene incentivos o exoneraciones estratégicas, en Uruguay todo está gravado: IVA del 22%, tarifas públicas que no bajan pese a superávits en algunas empresas estatales, e impuestos a productos esenciales que terminan elevando artificialmente el precio final. ¿Cómo puede ser que productos elaborados en el país, como la leche o el arroz, cuesten más que en países vecinos que los importan?

Los servicios básicos tampoco escapan a esta lógica. La electricidad, el agua y las telecomunicaciones son más caras que en muchos países de la región. Lo mismo ocurre con la vivienda, tanto en alquiler como en compra. Montevideo se ha transformado en una ciudad casi prohibitiva para jóvenes, trabajadores y jubilados. Y si bien los salarios uruguayos son altos en comparación regional, esa ventaja se licúa rápidamente frente al costo de los bienes esenciales.

El transporte es otro rubro que castiga el bolsillo: un boleto de ómnibus en Montevideo cuesta el doble que en Buenos Aires, mientras que llenar un tanque de nafta en Uruguay puede significar un 50% más que en Brasil. La explicación, en muchos casos, radica en la carga impositiva y en la falta de competencia real, tanto por las barreras arancelarias como por la lógica monopólica de muchos sectores.

Este fenómeno no solo afecta al consumo interno, sino que tiene repercusiones más amplias. El turismo, por ejemplo, ha dejado de ver en Uruguay una opción atractiva por sus precios. Muchos argentinos, brasileños e incluso uruguayos optan por vacacionar fuera del país. Y la inversión extranjera, siempre interesada en mercados competitivos y costos razonables, encuentra aquí un obstáculo difícil de sortear.

Pero quizás lo más preocupante es el impacto social. La clase media se ve cada vez más presionada, mientras que las franjas más vulnerables deben hacer malabares para cubrir sus necesidades básicas. El Estado compensa con subsidios y transferencias, pero muchas veces lo hace de forma ineficiente, con una burocracia costosa que termina reproduciendo el problema de fondo.

El país necesita una revisión profunda de su estructura de costos. No se trata de ajustar salarios o eliminar derechos, sino de repensar el sistema tributario, reducir la carga del Estado en la economía, fomentar la competencia y abrirse inteligentemente al comercio internacional. El país tiene potencial, recursos humanos valiosos y una institucionalidad sólida. Pero si no se enfrenta con valentía el problema del costo de vida, seguirá siendo un lugar admirable pero inalcanzable, donde vivir bien está reservado para unos pocos. Es hora de sacudir esa etiqueta de “país caro” y construir una economía más justa, eficiente y accesible para todos los uruguayos.

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