Las voces incómodas desaparecen de la TV
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
En Uruguay, donde solemos enorgullecernos de una tradición democrática sólida y un sistema de medios plural, hay episodios que, sin pruebas concluyentes, dejan sin embargo un olor rancio en el aire. Uno de ellos es el reciente y sorpresivo retiro de la periodista Analía Matyszczyk del programa Desayunos Informales de Canal 12. Una salida anunciada entre lágrimas, envuelta en explicaciones difusas sobre “nuevos desafíos”, pero que muchos televidentes y colegas recibieron con la ceja levantada.
Matyszczyk no era una periodista más. Su estilo incisivo, directo, sin titubeos ni reverencias innecesarias, incomodó tanto a figuras del gobierno pasado como del presente. Su credibilidad se construyó a fuerza de preguntas tensas, repreguntas oportunas y una habilidad especial para desarmar discursos preparados. Justamente ese tipo de periodismo que, en cualquier democracia saludable, es necesario y hasta vital.
Pero en los últimos meses, dos entrevistas detonaron especulaciones y generaron un ruido que hoy se vuelve imposible ignorar.
La primera, la entrevista al actual prosecretario de Presidencia y ex fiscal de Corte, Jorge Díaz, por la polémica designación como embajadora de Carolina Ache. La periodista puso sobre la mesa preguntas que muchos querían hacer y pocos se atrevían a formular: las inconsistencias, las contradicciones y el pasado reciente del caso del pasaporte de Sebastián Marset. No hubo blindaje posible: Díaz tambaleó, Ache volvió al centro de la escena pública y el episodio dejó heridas políticas a la vista.
La segunda, más reciente, ocurrió con el subdirector general de ASSE, Daniel Olesker, figura polémica por su cuestionado título profesional y por su férrea defensa del presidente del organismo, Álvaro Danza. Matyszczyk lo enfrentó con argumentos jurídicos y políticos, recordándole que la permanencia de Danza había sido duramente cuestionada incluso por organismos técnicos. La tensión se palpó en el aire.
Y de pronto, días después, la periodista anuncia que se va. Sin conflicto, sin explicación clara, sin horizonte profesional visible. Como ya ha sucedido con otros periodistas incómodos —de distintos medios y gobiernos— aparece el fantasma de las “oportunidades laborales” que nunca se concretan, de las presiones invisibles, de los llamados telefónicos que nadie reconoce. No hay pruebas, es cierto. Pero las sospechas se repiten con demasiada frecuencia como para considerarlas simples coincidencias.
Cuando los periodistas que incomodan dejan de estar, y los que quedan son aquellos que conviven dócilmente con el poder —cualquiera sea el signo de ese poder— algo se resiente en la democracia. La prensa deja de ser un contrapunto y pasa a ser parte del decorado. Y cuando eso ocurre, se empobrece el debate, se adormece la ciudadanía y se fortalece la opacidad.
La salida de Matyszczyk, más allá de las razones que nunca conoceremos del todo, debería encender alarmas. No por ella sola, sino por lo que su ausencia representa en un ecosistema mediático que necesita voces valientes, no acomodadas. Voces que no teman molestar a los que mandan, ni desafiar los relatos oficiales. Voces que no teman preguntar justamente lo que algunos preferirían que jamás se preguntara.
Uruguay no puede permitirse un periodismo domesticado. Porque cuando los periodistas incómodos desaparecen, lo que desaparece no es una persona: es un espacio de libertad. Y ese espacio, una vez perdido, cuesta mucho recuperarlo.
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