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El retiro de la empresa japonesa Yazaki del Uruguay, dejando sin empleo a más de 1.100 trabajadores, es un golpe duro para la economía y la industria nacional. Pero más allá del impacto inmediato, es una señal de alerta que no podemos ignorar. Una advertencia sobre cómo las malas decisiones, la falta de previsión y la desconexión con la realidad productiva global pueden costarnos caro.

Este diario, con más de un siglo de existencia, ha sobrevivido a crisis, adversidades y cambios radicales en la industria de la comunicación. No hemos sido un negocio brillante ni extraordinario, pero sí una fuente de trabajo para muchas familias. No nos consideramos capitalistas, sino obreros del periodismo, luchando día a día por sostener esta vocación. Sabemos que, en tiempos difíciles, es preferible sobrevivir que perecer. Esa misma mentalidad de lucha y adaptación es la que debería prevalecer en el país para evitar la fuga de inversiones y empresas.

El caso de Yazaki no es un hecho aislado. A lo largo de los años, hemos visto cómo industrias enteras desaparecieron del país: la producción de casimires, por ejemplo, que alguna vez fue un emblema nacional, se desvaneció ante la falta de competitividad y la imposibilidad de adaptarse a los tiempos modernos. Lo mismo ocurre ahora con Yazaki: la empresa operaba a demanda y, según las autoridades, los paros sindicales y la baja productividad hicieron insostenible su permanencia en Uruguay. Mientras tanto, países vecinos como Argentina y Paraguay le ofrecieron mejores condiciones para producir más y a menor costo.

Es innegable que Uruguay ha construido un marco de derechos laborales justos y necesarios. Sin embargo, también es cierto que, en muchos casos, las exigencias desmedidas y la falta de conciencia sobre la productividad terminan jugando en contra de los propios trabajadores. No se trata de ceder derechos, sino de entender que, en un mundo globalizado, la eficiencia marca la diferencia entre el éxito y el fracaso de cualquier industria. Las empresas buscan rentabilidad, y si encuentran trabas constantes en un país, simplemente se trasladan a otro donde las condiciones sean más favorables.

El problema de fondo es la falta de una cultura productiva en amplios sectores del país. Mientras otros países entienden que la estabilidad laboral depende de la competitividad, en Uruguay persiste la idea de que se puede exigir sin ofrecer algo a cambio. Las huelgas, los conflictos sindicales y la falta de flexibilidad no solo elevan los costos de producción, sino que también generan una imagen de inestabilidad que ahuyenta futuras inversiones. Cuando eso ocurre, la consecuencia es siempre la misma: fábricas cerradas, trabajadores en la calle y un retroceso económico difícil de revertir.

La tecnología y la automatización avanzan a pasos agigantados. Hoy, una planta fabril que antes requería mil operarios puede funcionar con apenas una decena de técnicos altamente capacitados. Si a esa transformación inevitable le sumamos un ambiente poco propicio para la inversión, el resultado es devastador. No podemos seguir perdiendo industrias por no entender que la productividad y la competitividad son esenciales para el desarrollo del país.

Uruguay necesita un cambio de mentalidad. Si queremos atraer y retener inversiones, debemos ofrecer ventajas comparativas reales: costos estatales más bajos, sueldos acordes con la productividad y, sobre todo, un compromiso serio con la eficiencia. Es doloroso ver a cientos de familias perder su fuente de ingresos, pero más doloroso aún es saber que muchas veces eso ocurre por decisiones que pudieron evitarse. No podemos seguir tropezando con la misma piedra. Si no aprendemos esta lección, seguiremos viendo cómo se cierran fábricas y se esfuman oportunidades de progreso. Es hora de reaccionar, antes de que sea demasiado tarde.

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