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Hablar de ciudad justa no implica describir una realidad plenamente existente, sino más bien delinear un horizonte normativo hacia el cual deberían orientarse las políticas urbanas y territoriales. La ciudad justa es, en esencia, una meta: un ideal regulador que permite evaluar críticamente las decisiones de planificación, gestión y gobernanza urbana en contextos marcados por profundas desigualdades sociales, económicas y espaciales.

Uno de los aportes más relevantes en este campo es el desarrollado por Susan Fainstein en The Just City (2010), obra de referencia obligada para el urbanismo crítico contemporáneo. Fainstein propone tres pilares fundamentales para avanzar hacia ciudades más justas: democracia, diversidad y equidad. Estos principios no deben entenderse como conceptos abstractos, sino como criterios operativos capaces de orientar políticas públicas concretas en el territorio.

La democracia urbana, en primer lugar, supone ir más allá de los mecanismos formales de representación. Implica generar instancias reales de participación para aquellos grupos históricamente relegados de los procesos de toma de decisiones: sectores de bajos ingresos, poblaciones periféricas, comunidades racializadas y colectivos que experimentan múltiples formas de exclusión. En este sentido, la planificación urbana no puede seguir siendo un ejercicio tecnocrático, sino un proceso político que incorpore activamente la voz de quienes habitan y construyen la ciudad cotidiana. Sin inclusión política efectiva, no hay justicia urbana posible.

El segundo pilar, la diversidad, remite al reconocimiento y la valoración de las múltiples diferencias que coexisten en el espacio urbano. Esto incluye diversidades culturales, étnicas, de género, orientación sexual, capacidades físicas y trayectorias socioeconómicas. La ciudad justa no busca homogeneizar, sino garantizar que la diferencia no se traduzca en desigualdad. Como advierte Henri Lefebvre en su concepto del “derecho a la ciudad”, el espacio urbano debe ser apropiable por todos sus habitantes, sin que ciertas identidades sean sistemáticamente expulsadas o invisibilizadas por lógicas de mercado o por políticas excluyentes.

Finalmente, la equidad constituye el núcleo distributivo de la ciudad justa. No se trata de ofrecer lo mismo a todos, sino de diseñar políticas que beneficien prioritariamente a quienes se encuentran en situación de mayor desventaja. En términos urbanos, esto se traduce en desarrollos residenciales accesibles para hogares de bajos ingresos, programas de desarrollo económico orientados a asalariados y pequeños emprendedores, y sistemas de transporte público eficientes y asequibles que reduzcan las barreras de acceso a oportunidades urbanas. La reducción de costos de movilidad, por ejemplo, es una herramienta clave para disminuir la segregación socioespacial.

Autores como David Harvey han señalado que la urbanización capitalista tiende a reproducir y profundizar desigualdades, transformando la ciudad en un espacio de acumulación antes que de bienestar colectivo. Frente a ello, el enfoque de la ciudad justa propone reorientar la planificación y el ordenamiento territorial hacia objetivos sociales explícitos, priorizando el bienestar de los grupos relativamente desaventajados por renta o marginalidad.

En definitiva, pensar la ciudad justa es asumir que el desarrollo urbano no es neutro. Cada decisión sobre el uso del suelo, la localización de infraestructuras o la asignación de recursos públicos tiene impactos distributivos. Como Maestrando Avanzado en Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano, sostengo que avanzar hacia ciudades más justas requiere voluntad política, marcos normativos claros y una planificación comprometida con la equidad social. No es una tarea sencilla, pero sí una responsabilidad ineludible para quienes piensan y gestionan el territorio.

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