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La llamada “generación de cristal” ha provocado un debate desde su aparición en el discurso social. Este término se refiere a los jóvenes nacidos después del año 2000, quienes han sido caracterizados por su alta sensibilidad, su preocupación por temas como la justicia social, la igualdad de género, la salud mental, y por su fragilidad emocional.

Uno de los aspectos más relevantes de esta generación es su capacidad para visibilizar problemáticas previamente estigmatizadas, como la ansiedad, la depresión y otros trastornos mentales. Lejos de ser una debilidad, este enfoque representa un cambio cultural significativo que fomenta el reconocimiento y tratamiento de estas condiciones. Al normalizar la búsqueda de ayuda profesional, han desafiado el prejuicio histórico de que recurrir a un psicólogo era sinónimo de estar “loco”. Este avance ha permitido mejorar la calidad de vida de muchas personas, al abrir la puerta a un diálogo más abierto y honesto sobre el bienestar emocional, que es muy necesario.

En este siglo XXI, los jóvenes enfrentan una serie de retos sociales que incluyen la inseguridad, la violencia, el ciber acoso y las presiones constantes derivadas de la hipermediatización. Estos factores impactan directamente en su estado emocional y contribuyen a que muchos cuestionen las normas tradicionales en ámbitos como la educación, el trabajo y la familia. Este cuestionamiento no debe considerarse como una fragilidad, sino como una manifestación de su capacidad de adaptación y su anhelo de cambio. Al priorizar valores personales y buscar un equilibrio entre la vida laboral y personal, estos jóvenes demuestran una voluntad de encontrar un propósito y un bienestar que, en ocasiones, no fue valorado por generaciones anteriores.

El cambio en los roles familiares también ha influido en la dinámica de esta generación. Con madres trabajando fuera de casa y niños que pasan gran parte del día en colegios o frente a dispositivos electrónicos, la atención personalizada que existía en el pasado ha disminuido. Este contexto puede generar tanto fortalezas como debilidades en los jóvenes. La falta de tiempo para interacciones familiares profundas podría explicar algunas de las conductas que se perciben como “fragilidad”.

La crítica también se ha centrado en la supuesta falta de tolerancia ante comentarios negativos. Esta característica puede interpretarse como una resistencia al conformismo y un esfuerzo por establecer límites saludables. En un mundo donde se exige la perfección constante, es fundamental reconocer el valor de quienes se atreven a rechazar críticas que no contribuyen a su crecimiento personal. De igual forma, la frustración que muchos experimentan debido a expectativas sociales y familiares irreales es un reflejo de la presión constante que enfrentan. A pesar de ello, muchos están aprendiendo a manejar estas emociones mediante el desarrollo de herramientas psicológicas y de gestión del estrés.

Otra gran preocupación en esta generación radica en su relación con la tecnología y su aparente desinterés por la lectura. Aunque es cierto que la adicción tecnológica es un problema real, también lo es que estos jóvenes han desarrollado habilidades digitales y audiovisuales esenciales para el mundo actual. En cuanto a la lectura, la falta de interés no puede atribuirse únicamente a ellos; más bien, es el resultado de un sistema educativo que no ha logrado adaptarse a sus necesidades y preferencias. La creciente digitalización de recursos educativos también contribuye a esta desconexión con los libros tradicionales.

El término “generación de cristal”, si bien puede ser útil para identificar patrones sociales, también resulta estigmatizante y reductivo. Esta generación enfrenta desafíos únicos en un contexto global marcado por cambios acelerados, crisis, desigualdades y la reciente pandemia. En lugar de exigirles que sean “más fuertes”, debemos enfocarnos en educarlos emocionalmente para que puedan enfrentar los fracasos y desilusiones inevitables con resiliencia.

También solemos calificar a esta generación como “egoísta” debido a las decisiones que toman en momentos de crisis, como el quitarse la vida. Sin pensar en su entorno, ni quienes lo rodean.  Debemos fomentar el apoyo familiar y social, y la comprensión de sus emociones. Solo así podremos contribuir a que se conviertan en adultos empáticos, conscientes y resientes, capaces de transformar sus debilidades percibidas en fortalezas colectivas. Este es el verdadero desafío que, como sociedad, debemos asumir.

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