La Prensa Hacemos periodismo desde 1888

Hablar de La Prensa es hablar de la historia misma del periodismo en Salto. Pero también es, inevitablemente, hablar de una forma de vivir el oficio, de un tiempo en que la tinta manchaba los dedos y el sonido de las linotipos marcaba el pulso de la noticia. Hoy, cuando el diario cumple un nuevo aniversario, vuelvo la vista atrás: hace ya 53 años que crucé por primera vez el umbral de esta casa como aprendiz, sin imaginar que esa experiencia marcaría mi vida para siempre.

A comienzos de los años setenta el mundo se agitaba entre guerras y transformaciones. Nixon gobernaba en Estados Unidos, los ecos de Vietnam llegaban en las transmisiones radiales, y en Salto, el corazón informativo latía en la vieja casona de La Prensa. Era una empresa familiar en el sentido más literal: en un mismo padrón convivían la vivienda, la administración y los talleres, igual que en tantas familias de entonces donde el trabajo y la vida compartían techo.

Al entrar, uno encontraba el escritorio de administración y la redacción de Don Alfonso, hombre de pocas palabras y decisiones firmes. Más adentro, una sala amplia con escritorios de madera y las máquinas Remington alineadas, esperando que los periodistas las hicieran sonar. Mi primera tarea fue ordenar el archivo fotográfico: miles de negativos que guardaban los rostros, calles y sucesos que hoy conforman buena parte de la memoria salteña.

Todo era manual, casi artesanal. La tecnología más avanzada eran las linotipos: máquinas que fundían el plomo y escupían líneas de texto invertidas. Los armadores debían leer al revés para ensamblar las páginas sin errores, un talento que hoy parece propio de otro mundo. No había margen para equivocarse: una letra fuera de lugar significaba refundir el plomo y comenzar otra vez.

Al fondo del edificio se encontraba el verdadero corazón del diario: la sala de máquinas. Allí, el molinete cortaba las bobinas de papel y una pequeña “Minerva” ayudaba en los primeros tirajes. Las planchas pesadas eran colocadas con precisión en la gran impresora, mientras un rodillo entintado recorría los plomos calientes. En una sala contigua, José Pedro manejaba la máquina que convertía las fotos en clisés —una especie de grabado plástico— y, al lado, el cuarto oscuro transformaba la penumbra en imágenes.

Cuando caía la tarde y los primeros ejemplares comenzaban a salir, el diario cobraba vida. Los repartidores recorrían la ciudad sin importar el clima, y en cada club, café o confitería, La Prensa esperaba sobre el mostrador. En aquellos años la televisión apenas asomaba, y el diario era la referencia indiscutida de la comunidad: su voz, su registro, su memoria.

Don Alfonso supo conducir la empresa con prudencia y carácter. En tiempos difíciles, acumuló papel cuando escaseaba y defendió la independencia cuando el país se oscurecía. La clausura impuesta por la dictadura fue uno de los capítulos más duros de su historia, pero también el más digno. Ser silenciado por informar es una marca que pocos medios pueden llevar con orgullo.

Con el paso de las décadas, el mundo cambió y el periodismo con él. La Prensa se modernizó, abrazó la tecnología, ingresó al espacio digital y amplió su audiencia más allá de las fronteras de Salto. Hoy sus ediciones circulan en la web con la misma pasión con la que antaño se imprimían en plomo. Sin embargo, algo esencial permanece: el respeto por la palabra y la vocación de servicio que dio origen al diario.

Cincuenta y tres años después, sigo convencido de que el periodismo es más que un oficio: es una forma de mirar el mundo con compromiso y esperanza. La Prensa sigue siendo una parte viva de Salto, testigo y protagonista de su historia. Desde los viejos tipos de plomo hasta las páginas digitales, su espíritu permanece intacto: el de informar con verdad, día tras día, para que ninguna historia quede sin contarse.

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