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Al cumplirse un nuevo aniversario de la batalla del Quebracho, nuevamente he preferido continuar recogiendo los testimonios de uno de los revolucionarios para que nos narre lo que ocurrió ese día.

Continúa contando Eugenio Garzón: “Las postrimerías del combate se veían aproximar. En el campo, en el último momento, recibiendo un fuego vivísimo, sólo estaba una fuerza del lfl de infantería, y con ella Rufino Domínguez, que era su joven e intrépido jefe, y los capitanes Ricardo Tajes, Luis Melián Lafinur, Schmidt, y si bravo ayudante González. Y al lado de todos, dirigiendo la pelea de un grupo de ciudadanos, el teniente coronel Bernabé Martínez, caballero y valiente en la pelea, y caballero y valiente para rendir sus armas. El general Arredondo en persona mandaba aquellos últimos grupos de ciudadanos.

“Pelearé con mi guardia vieja”

En este momento la metralla y la mosqueta cubrían aquel montón de hombres con su lluvia de fuego. El enemigo avanzaba. El general mandó hacer varias veces alto el fuego, marchar por el flanco, desplegarse, y así retirarnos. En esta situación apareció José Pedro Ramírez,' con su carabina que venía a correr la suerte de aquella juventud valerosa. Habló un momento con el general Arredondo, emitiendo su opinión profana pero noble sobre la situación en la que nos hallábamos. Los fuegos de fusilería y la metralla crecían. Llegaba el momento final. El general Arredondo seguía sereno y sin moverse del lado de su guardia vieja. Domínguez y sus compañeros hacían lujo de su valor estoico. A pesar del esfuerzo de todos, la tristísima tragedia de las “Puntas del goto” tocaba a fin. El general Arredondo, pegando levemente con el látigo en el pescuezo de su caballo, iba paso a paso. Me pareció que buscaba la muerte. Se lo dije a Busto. Los fuegos nos acosaban por todas partes, y cargas de caballería amagaban por los flancos. El general había dicho: “Pelearé con mi guardia vieja”. Y allí estaba, en los últimos restos de la juventud de Montevideo. Hubo un momento, a las cinco de la tarde, en que el combate por nuestra parte era definitivamente individual. A las cinco y cuarto por reloj, cesó el enemigo su fuego, cesando los nuestros también.

Le tocó a la juventud de Montevideo...

El honor de hacer los últimos disparos en aquella jornada en que se supo morir. Con el último disparo se hizo en derredor del campo un silencio profundo. De repente dice una voz: “General, parlamento por el flanco izquierdo”. Miramos, no vi bandera blanca alguna, pero sí un hombre que con el sombrero en la mano nos llamaba. Entonces dijo el general Arredondo: “¿Quién va a recibirlo?”. “Yo, señor”, dijo uno de sus ayudantes. “De ninguna manera”, contestó el general; “mande aquel paraguayo”, señalando a un sargento del comandante Martínez que estaba allí cerca. El paraguayo, viejo soldado, sacó su espada y se dirigió hacia el hombre que nos llamaba. Volvió en seguida y dirigiéndose al general le dijo: “Que se rinda, general, dice aquel hombre”. “Yo no me rindo”, dijo el general, y dirigiéndose a sus ayudantes les dijo tranquilamente: “Vamos”. Estos fueron los últimos momentos del general Arredondo en el campo de batalla. Se retiró cuando estaba disperso, cuando ya no se moría ni se mataba. Por el camino, cuando las caballerías se desbarrancaban sobre nosotros, dijo: “Atajemos aquellas caballerías y vámonos a Tacuarembó”.

"Los pueblos honrados no pueden olvidar jamás a sus mártires"

Jamás he visto una tranquilidad semejante. No abandonar el país fue su idea primitiva, aun en medio de aquel desastre y perseguido a pocas cuadras. Seguimos juntos un trecho largo, pero mi caballo se me echó y me sacaron casi de su lado. No lo vi más. Siento, permítaseme esta expansión, no estar a su lado compartiendo su creación y su pobreza. Levantemos, Daniel, el espíritu sobre todas las miserias de la vida política; opongámonos con nuestros débiles medios, a que se estruje la reputación de los que ayer jugaron su vida y su porvenir por la salud del país. No es justo, no es digno que para el camarada caído seamos despiadados porque fue vencido. El vencedor nos observa, ríe, y hasta ha de compadecernos. Creedlo. Juzgar de las actitudes intelectuales o militares de un hombre, es lícito, admitido, todo lo que se quiera, que no es un crimen el carecer de ellas, pero no empecemos a tirarnos barro al rostro cuando menos sea por respeto a nuestros muertos del combate, por los ciudadanos que agonizan y por el honor de la causa vencida. Al hablar así quiero referirme a los generales Arredondo y Castro, objeto de ataques personales, personalísimos y desconsiderados, cuando sería más noble respetarlos en medio de la gran desgracia que los rodea.”
Lo hemos dicho anteriormente y lo volvemos a reafirmar, los pueblos honrados no pueden olvidar jamás a sus mártires.

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